Víctor Gómez Pin
En España debatimos hoy sobre la llamada "memoria histórica" y, en la polaridad que el asunto ha provocado, cada parte intenta cargarse de razón poniendo sobre el tapete el monto de vejaciones infringidas a poblaciones inocentes por el bando contrario, incluidas detenciones arbitrarias, torturas y pases por las armas. Estoy seguro que en relación a los hechos empíricos cada parte tiene razón, y que incluso se hallan homologadas respecto a las interesadas exageraciones. Y sin embargo soy de los que toma partido, con todos los matices que se quieran, pero partido. Como hubiera tomado partido a la hora de posicionarse respecto a la Revolución Francesa, y siempre en defensa de la misma, aun ante la evidencia del Terror.
Para la persona motivada a la hora de actuar por los objetivos liberadores que eran la esencia de la Revolución Francesa, el verse abocado al Terror constituía una tragedia, esperada o inesperada, pero tragedia, y hasta la prueba de una radical impotencia. Pues en la matriz de la Revolución Francesa se encuentra el deseo de conferir veracidad social e histórica a la idea moral de convertir a todo ser de razón en efectivo objeto de ese respeto al que me he venido refiriendo. En consecuencia, toda acción que ofendiera a la persona, concretamente todos los actos de abuso o de gratuita subordinación, que efectivamente se daban, suponían (por la impotencia a evitarlos) un trágico fracaso: fracaso de los ideales de libertad y en consecuencia fracaso de lo más noble. Pues bien:
Me atrevo a decir que algo análogo sucedía en los años de nuestra República y de la Guerra Civil. La República era signo de que los débiles de España alzaban la cabeza en busca de la recuperación de su dignidad, sin la cual no cabía dignidad social para el pueblo español. Y cuando este proyecto tiene algún viso de parcial realización, otras cabezas se alzan, objetiva y subjetivamente motivadas por el imperativo de impedir que tal dignificación fuera posible.