
Víctor Gómez Pin
Decir que un filósofo habla exclusivamente de asuntos que a todos conciernen, decir que si algún asunto no responde a esta exigencia no puede ser filosófico, es acercar la interrogación filosófica a esas preguntas elementales que el ser humano plantea como mero corolario de una suerte de tendencia innata. Tendencia que, desde luego, observamos en los niños y que cuenta entre sus ingredientes con lo que un pensador contemporáneo ha denominado "instinto de lenguaje". Instinto que mueve a intentar que el lenguaje se fertilice, alcance aquello de que es potencialmente capaz, es decir se realice. El lenguaje alcanza su madurez explorando diferentes vías, pero desde luego la vía interrogativa es una de ellas, y la palabra designativa de la situación de estupor que lleva a interrogarse es precisamente filosofía.
Corolario inmediato del presupuesto de universalidad de la filosofía es lo siguiente: la única forma de que la filosofía no forme parte de nuestras vidas es que haya sido objeto de repudio. Cabe decir que tal repudio, sustentado en razones sociales relativamente bien delimitables, se haya en la base de la actitud que respecto a la vida del espíritu caracteriza a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Dando un paso más, cabe conjeturar que la organización concreta de la vida social efectiva es fruto de ese repudio, lo cual explicaría que sean tan pocos los que se creen concernidos por las interrogaciones filosóficas.
Mas si hombre implica filosofo si (por evocar ya a Aristóteles) hombre implica tensión en pos de la lucidez (tensión en pos de que sea desvelado aquello que, de entrada, se oculta a nuestra inteligencia), entonces todo orden social sustentado en el repudio de la filosofía, o en reducirla a práctica de una élite, es intrínsicamente ilegítimo, mutilador de la condición humana.