Edmundo Paz Soldán
Le conté a un amigo que estaba escribiendo una novela ambientada en una cárcel, y me recomendó que leyera El Río (1962), de Alfredo Gómez Morel. Hay una nueva edición, de Tajamar, dijo. Estábamos cerca de la librería Ulises del paseo Lastarria y nos dimos una vuelta y la encontramos. Leí en la contratapa un par de frases que me capturaron: "la contracara sólida de la novela de formación burguesa" (Manuel Vicuña); "una obra viral… que hace que uno recuerde… que la mejor literatura chilena es invisible e inclasificable, indefectiblemente monstruosa" (Álvaro Bisama). Las primeras sesenta páginas me parecieron un ingreso amable al mundo de este ladrón convertido en escritor; luego llegué al capítulo llamado "La botella", en el que se narra con sórdida poesía, como en un cuento decimonónico francés, la atracción perversa del adolescente narrador por su madre prostituta, y todo cambió. Este era un libro para leerlo con las luces encendidas por toda la casa.
El Río es la historia de varias atracciones irrefrenables, la del niño por su madre, sí, pero sobre todo la del hombre por la vida de la calle, por la libertad de ese Río convertido primero en refugio contra la Ciudad indiferente ("estiercol para defenderse de la soledad"), y luego transformado en un mundo con sus propias reglas ("Sólo cuando ya se pasó por las etapas de pelusa, cabro del Río y cargador se puede optar al grado de choro"). El narrador de esta novela autobiográfica tiene algo de antropólogo amateur en su intento por mostrar los códigos de conducta de los espacios que atraviesa: la banda de niños delincuentes que viven a las orillas del Mapocho, los reclusos de las múltiples cárceles que visita. El deseo no puede ni quiere ser educado, y el espacio gana y se personifica y convierte en símbolo obvio: "¿Qué diría el Río si me viera cafichando?" El Río establece las leyes de la calle, sugiere comportamientos: "Un delincuente que se estime, jamás vive del tráfico sexual de una mujer". Es un lugar común, sí –las películas de mafiosos nos han enseñado que los delincuentes tienen férreas reglas a seguir–, pero está muy bien trabajado.
En la prosa de Gómez Morel hay humor ("Wagner… vino a Chile, contratado por un gobierno de orden, para que organizara el cuerpo policial que tanto necesitaba para evitar el desorden que suelen producir los gobiernos de orden") y una notable economía descriptiva (una tía es "enjuta, alta, rostro de blancura mística, vestimenta a la antigua, devota, cascarrabias, gato, perro, muy económica, estampitas sagradas: solterísima"). Sobre todo, hay truculencia: El Río hunde sus raíces en el naturalismo de Zola, en los melodramas de los niños de la calle obligados a darse modos para sobrevivir (Alejandro Valenzuela señala en su prólogo el modelo de la picaresca, una "confesión laica" convertida en la base de la ficción moderna). El diálogo a veces se hace difícil de seguir, porque uno de los acuerdos tácitos de los pelusas y cabros y choros que viven en el Río es tener una lengua propia, que desafíe el habla correcta de la gente. Los personajes de Gómez Morel están conscientes de que el buen decir es también un instrumento de disciplina; son, digamos, alumnos aventajados de Andrés Bello.
Gómez Morel escribió esta novela viva e imperfecta como una terapeútica. El orden de la escritura no sirve para arrepentirse de lo ya hecho ni para entregar un texto aleccionador sobre el delincuente que ha aprendido que el camino del mal no paga, pero sí, al menos, para hacer que entendamos una conducta y para enfrentar al escritor con sus demonios. Es la salvación por la literatura: Gómez Morel fue derrotado por sus tentaciones, pero queda El Río como un testimonio admirable de esa derrota.
(La Tercera, 6 de febrero 2015)