
Eder. Óleo de Irene Gracia
Julio Ortega
Alucinógeno. Los admiradores más extraños de Proust, que yo sepa, fueron los beatniks. Los protagonistas de On the road, de Jack Kerouac, lo leen durante sus frenéticos viajes, de costa a costa en los Estados Unidos. Posiblemente esa lectura les sirve como un alucinógeno más. O quizás Kerouac, que escribió su novela sobre un rollo de papel, admiraba ese “desenrollarse” de la frase proustiana, larga como una carretera en las planicies norteamericanas.
Arquitectura. Proust estudió a fondo las catedrales góticas. Se ve en la arquitectura de su libro. Las biografías de los personajes principales son pilares que se ramifican y entrelazan, formando nervaduras que sostienen las cúpulas de nuevos relatos, nuevas naves. Esos entrelazamientos ocurren mediante casualidades. El símbolo mayor es el cruce sorpresivo de los caminos de Swann y de Guermantes. Toleramos mejor esas coincidencias “novelescas” porque intuimos la belleza de su arquitectura. La catedral que se va construyendo.
Borges. Uno no podría imaginarse ningún autor más alérgico a las longitudes transiberianas de Proust y a su psicologismo, que Borges, el breve. Y sin embargo: “En Proust siempre hay sol, hay luz, hay matices, hay sentido estético, hay alegría de vivir”. Se lo dice Borges a Bioy Casares, la noche del martes 14 de junio de 1955.
Clase media. Proust es implacable con la clase media, a la cual pertenece. Sus aristócratas y tipos populares pueden ser vanos o crueles pero siempre los salvael mérito. En cambio, la arribista Mme. Verdurin, "borracha de familiaridad, de maledicencia y de asentimiento, encaramada en su percha como un pájaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad".
Diablo. La maniática minuciosidad –también las minucias- de Proust. Si el diablo está en los detalles, él fue el diablo más grande de la literatura universal.
Divagaciones. Las digresiones de Proust nos inducen a divagar. A derivar, tal como lo hacen nuestras vidas en el río del tiempo, siempre intentando agarrarse al cable de la memoria.
Encamado. Imposible no sospechar que la temprana fascinación del narrador con su tía Léonie, encamada, venía de que él mismo aspiraba a ser un encamado. Y lo logrará.
Enfermedad. Truco narrativo que, al identificarnos con el enfermo, nos vuelve pacientes. Y así nos induce a apreciar con calma lo que en nuestras prisas cotidianas pasa desapercibido.
Funes. Proust como un Funes, el memorioso, dotado de una monstruosa memoria. Pero, a diferencia del personaje borgiano, Proust sólo recuerda con intensidad lo que ha olvidado del todo.
Homosexualidad. La noche del 13 de mayo de 1921, Gide visita a Proust. El visitante lo acusa de hipocresía por esconder la homosexualidad de su narrador. Y sobre todo por las páginas de Sodoma y Gomorra donde el narrador hace una decidida condena de la misma. Proust contesta saliéndose por la tangente. Sin embargo, podría haber respondido que esa máscara hace a su libro aún más interesante. Todo el relato vibra con la sospecha de identidades sexuales ocultas. También podría haberle dicho a Gide que esa autolimitación lo obligó a separarse de la realidad e inventar más, por suerte. Un artista es la limitación que se impone.
Humor. El libro abunda en situaciones cómicas, transmitidas con delicadeza proustiana. La buenísima tía Léonie, encamada desde hace años por pura neurosis, se imagina un incendio que la obligue a salir a la calle. Luego ella iría al cementerio, al funeral de su familia, a llorarlos a todos. Después de especular con esta idea atroz, la tía se siente mejor por seguir en cama.
Inacción. Paradójicamente, la inacción mueve a En busca del tiempo perdido. Al detenerse la acción se pone en marcha la observación, la inagotable elucubración proustiana, sus asociaciones libres, su fantasía.
Lenguaje. Aunque no fue vanguardista, Proust compartió el rasgo –y riesgo- más notorio de la vanguardia narrativa. El lenguaje de su novela es más importante que el argumento. Incluso más que la estructura. Incluso más importante que sus ideas sobre la memoria y el tiempo, perdido o no.
Longitud. La vida es demasiado corta y Proust es demasiado largo, apostrofa Anatole France (resentido contra quien fuera su discípulo). Lo contrario podría ser más cierto: leer a Proust podría alargar la vida. Su libro muestra la eternidad que puede caber en un minuto.
Naturaleza. Las descripciones de la naturaleza son tan acuciosas como las sicológica. En un enfermo de asma, que desde niño no podía acercarse a una flor sin ponerse morado, resulta curioso. O no. Una vez más la limitación opera como fuente de la creatividad. Porque no puede tocarla ni olerla, Proust palpa y olfatea la naturaleza con sus palabras.
Objetividad. Tanta subjetividad en las perspectivas del relato y, a pesar de ello, tanta objetividad en la descripción sicológica. Proust triunfa en lo más difícil: es objetivo incluso con sus personajes favoritos. Swann es un frívolo y ha desperdiciado su vida por ello. El narrador tiene una clara conciencia de esta lacra que, desde luego, sabe que lo afecta a él también.
Palabras (superiores a mil imágenes). La lectura de Proust como purgante contra el empacho de imágenes visuales con las cuales los medios nos indigestan. Sus tres mil páginas nacen de unas pocas instantáneas: un tropezón o un pancito hundido en una taza de té. Sus largas reflexiones sobre esas visiones microscópicas desmienten que “una imagen vale por mil palabras”. No, las imágenes valen por lo que nos dicen. Y nos lo dicen mediante el lenguaje. Sólo vemos, a fondo, cuando intentamos describir lo que vemos.
Perversión. El petit Marcel espía por la ventana a la hija de Vinteuil que se besa con una amiga. Luego desafía a ésta a escupir sobre el retrato de su padre que acaba de morir. La extraordinaria belleza del jardín que rodea a la casa enmarca ese retorcimiento "sádico", potenciando la perversión. Pero lo que más le gusta al narrador es que la jovencita huérfana se las arregle para creerse inocente. Que el mal necesite parecerse al bien, lo deleita.
Raúl Ruiz. Su película, El tiempo recobrado, es bastante buena. Sin embargo, qué difícil se hace ver a hombres o mujeres, definidos, representando los ambiguos roles que el autor concibió para ellos. Prueba de que el cine es esencialmente literal y no literario.
Simplicidad. Conforme al principio de la navaja de Ockham, la explicación más simple es la más correcta. En busca del tiempo perdido podría ser, a pesar de su enorme complejidad y todos sus recovecos, sencillamente una larguísima exhortación en favor del refrán “todo tiempo pasado fue mejor” (porque nuestra memoria lo embellece).
Talca. Según Alone, Laura Hayman, la cortesana que inspiró el personaje de Odette, estuvo en Chile. En Talca, nada menos. ¿Qué diablos andaría haciendo por allí.
Tendencioso. A partir de Sodoma y Gomorra la frecuente revelación de la homosexualidad encubierta de numerosos personajes –excepto el narrador- se hace inverosímil y tendenciosa. Charlus, que tenía esposa y amante resulta ser amante de Jupien. La amada Albertine es lesbiana. El Príncipe de Guermantes persigue a Morel. Saint-Loup, antes amante incluso de una prostituta, Rachel, resulta ser un invertido. Así y todo se casa con Gilberte. Tanta salida del closet amenaza con convertir la novela en un vodevil.
Twitter. Con su millón de palabras, En busca de tiempo perdido puede ser el antídoto perfecto contra el pensamiento twitter contemporáneo. Ese pío–pío intelectual que, con sus mezquinos 140 caracteres, amenaza con miniaturizar nuestras ideas y jibarizarnos la conciencia.