
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
No podía decir la mejor es Galatea, reconózcanlo pelados, porque lo tomarían por loco, entonces idea un loco que dice la mejor es Dulcinea y al que no lo confiese lo ensarto. No podía hacer una novela sobre un escritor que anhela triunfar en el género pastoril, mientras vive en un mundo poblado de autores pastorileros despechados por la falta de éxito y con los que se encararía para hacerles reconocer la superioridad de su Galatea. Entonces idea el hidalgo desquiciado por los libros de caballería.
Pero Sancho se descubre en su lapsus final, cuando le dice a don Quijote: “vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado”. Ahí se revela la pulsión original de la peripecia. No sólo estaban concertados, y hacían de don Quijote y Sancho, es que hacían de pastores que fingían ser caballero loco y escudero rústico, en una novela pastoril.
Por una ironía de su propio artefacto, Cervantes, que siempre quiso continuar la Galatea, que no triunfó, tuvo de continuar el Quijote, un éxito inesperado.
Al final, en la dedicatoria del Persiles, novela hiperpastoril a la que dedicó todos sus años posquijotescos, Cervantes reclama la gloria para la Galatea, y olvida el Quijote, que público y crítica dicen admirar. Son sus últimas líneas, su testamento literario, pero nadie, ni los contemporáneos, ni la posteridad, le hace caso.