
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Algunos días atrás, en mi primera visita a la India, me encontraba en un bazar en Nueva Delhi, tratando de decidir si comprarme unos pantalones y una camisa que me dieran un aspecto menos turístico, cuando me distrajeron unos ruidos de tambores que procedían de la calle principal. Atraído por la conmoción, me acerqué a ver un desfile de hombres desnudos que interrumpía el tráfico. Me sorprendía la falta de sorpresa de la gente, como si ese ver ese desfile fuera cosa de todos los días. Luego descubriría que sí lo era. Se trataba de monjes digambara, pertenecientes a la ascética religión jainista, una de las más radicales en un país conocido por sus religiones radicales. Se dirigían al templo jainista Digambara, a unas cuantas cuadras del bazar.
Un par de horas después me acerqué al templo, un imponente edificio de arenisca roja situado en una esquina. Los monjes desnudos ya no estaban. Me saqué los zapatos y entré a un lugar de jardines apacibles, dominado por los santuarios de Adinath, Parasnath y Mahavira, tres de los veinticuatro Tirthankaras de la religión jainista. William Darlymple escribe en Nine Lives –uno de los mejores libros sobre el choque entre lo sagrado y lo secular en la India contemporánea– que los Tirthankaras son adorados por los jainas porque han mostrado el camino al Nirvana, pero que, a diferencia de las deidades hindúes, no se encarnan en las estatuas e imágenes en los templos; quienes les rezaban junto a mí, en medio de un profundo ambiente de recogimiento, sabían que sus dioses no escuchaban sus plegarias: según Darlymple, el jainismo es "casi una religión atea, y las imagenes veneradas de los Tirthankaras en los templos no representan tanto una presencia divina como una ausencia divina".
En el complejo del templo Digambara me topé con un hospital de pájaros. En las jaulas había como cincuenta, en diferentes estados de malestar: un ala rota, el pico quebrado, sarna. El veterinario que los atendía me explicó que su labor era acorde con los postulados más profundos del jainismo, que enseñan que toda vida es sagrada y que nuestro deber es preservarla. Eso me permitió entender por qué muchos jainas deambulaban por el templo con un barbijo en la boca o miraban cuidadosamente dónde iban a dar el siguiente paso: se trataba de vivir evitando incluso la muerte accidental de cualquier insecto o microorganismo. Los jainas eran tan extremos en ese aspecto que solo comían frutos o granos de plantas como el arroz, que no morían al ser cosechadas. Digamos que no habían tomado el camino fácil para conseguir adeptos a su religión. Su veganismo extremo, sin embargo, ha sido muy influyente en los estados en los que la religión tiene presencia.
Darylmple cuenta que el jainismo es una de las religiones más antiguas del mundo, en muchos aspectos similar al budismo, nacida como este en la cuenca del Ganges, entre nueve a seis siglos antes de Cristo, a partir una reacción a la conciencia de casta de los Brahmanes hindúes y a la facilidad con que sacrificaban animales en los templos. Pero el jainismo es mucho más estricto que el budismo en su renunciación del mundo, y por eso quizás hoy solo existan cuatro millones de seguidores en un país de más de un billón de habitantes, y, a diferencia del budismo, no haya sido importado por Occidente, ni siquiera en una versión light New Age.
Ese día, en el templo Digambara, me senté al lado de esos devotos humildes que venían con ofrendas de todo tipo a sus Tirthankaras -frutas, flores, dulces- y me dejé llevar y conmover por su sabiduría. No quería renunciar al mundo, pero quizás podía aprender algo de ellos. Quizás me iría mejor si, la siguiente vez que visitaba un templo, rezaba a esas imágenes y estatuas a mi alrededor asumiendo que, como los Tirthankaras, no atendían mis ruegos.
(La Tercera, 20 de mayo 2012)