Julio Ortega
Gabriela Mayer (DPA): ¿Cuáles considera son las obras u autores emblemáticos del siglo XX de la literatura argentina? En la Feria de Fráncfort lo son Borges y Cortázar.
Borges y Cortázar cambiaron el lugar del lector en la literatura. Borges demostró que el lector es autor de lo que lee, y que somos lo que hemos leido porque estamos hechos por el lenguaje. Cortázar encontró que nos leemos los unos a los otros en un mundo no siempre legible, a veces inexplicable y asombroso. La inteligencia de leer es un juego preciso y azaroso. Pero la lectura es también espacio de la subjetividad, de los afectos y el diálogo. Al final, B y C son las dos caras de la misma moneda: el juego y el diálogo se turnan entre uno y otro, y ambos nos son del todo imprescindibles. Celebrarlos es sumar lo mejor de nosotros mismos. Lo bueno de la literatura argentina es que cada lector pone al día su canon; lo malo, que ello hace irrelevante la idea misma del canon; y lo feo, que el canon se convierte en el capital simbólico de un mercado cultural, académico y periodístico, que perpetúa autoridades, impide el relevo, y practica la exclusión. Es irónico que una literatura que ha contemplado, con éxito, su bello ombligo, no haya hecho su propia crítica. Y no advierta, por eso, el provincianismo de una melancolía que pregunta quejosamente por el sujeto. Propongo, por ello, un subcánon: Silvina Ocampo, Arturo Carrera, Fogwill, Josefina Ludmer, Héctor Libertella…
G. M.: ¿Cuáles son las particularidades que encuentra en la literatura argentina que de alguna manera la identifiquen o diferencien de otras literaturas del continente en este período?
Cuando advertí que en el documento fundador de Argentina ("El matadero", esa acta de su nacimiento moderno en la violencia) el nombre se trocaba en "Matadero", con mayúscula (haciendo del lugar un escenario alegórico), fui a la biblioteca de Yale a comprobar su primera publicación en la "Revista del Río de la Plata". En efecto, allí se consigan los dos nombres. Habría, claro, que verificarlo con el manuscrito, pero ese manuscrito desapareció, como han desaparecido los archivos de J. M. Gutiérrez, las crónicas de Darío en La Nación, el archivo de “Sur”, volúmenes de la Biblioteca Nacional, y hasta primeras ediciones en la biblioteca de Victoria Ocampo. Tanto como han desaparecido Enrique Molina, Néstor Sánchez, Roberto Juarroz, y tantos otros desatendidos. Estas desapariciones, así como las pérdidas de la casa familiar en "El Aleph" y en "Casa tomada", alegorizan el Desaparecedero, la mecánica de la substracción de la memoria, esa tachadura siniestra que cabría estudiar como un sistema de restas del tu por el yo, del otro por lo uno. Digo, es un decir.
G.M.: ¿Cómo se desarrolla la tensión entre lo local y lo universal en este período de la literatura argentina?
Esa tensión ha gestado lo mejor de la literatura argentina. Todavía la academia afinca en lo nacional como parque temático o cementerio privado. Impone, así, una descendencia melancólica, de lectores que se parecen demasiado a sus maestros, a los que no logran remplazar. En cambio, Borges, Cortázar, Héctor A. Murena, Tomás Eloy Martínez, Luisa Valenzuela, Juan José Saer, Ricardo Piglia, César Aira, Perlongher, entre tantos otros, han articulado el afincamiento y el traslado, y le han dado a la intemperie local un estremecimiento mundial. Pero para las nuevas voces del relevo, ya no se trata de la deuda de los afectos nativos sino de su espectáculo sobrescrito. Por eso buscan recomenzar echando a las palabras del templo, haciéndolas chillar, poniendo en duda su vocación melodramática, ahora perpetuada por el cine nacional. De allí la certeza posible en el hueco del discurso nacional, que practican Tamara Kamenszain, Matilde Sánchez, Jorge Aulicino, Rodrigo Fresán, y varios más jóvenes, hartos del español que habla Maradona.
G.M: ¿De qué manera se imbricaron la historia y la política en la literatura argentina?
J.O.: La literatura argentina es hija de la ironía. Y si la historia es trágica y la política patética, la literatura (el ensayo relativista, la poesia especulativa, la narración crítica) ocupan el presente (el más fugaz de este idioma), el futuro (toda poesía aquí convoca otro hablante), y pone al día el pasado (el melodrama nacional de parejas imposibles). De modo que la historia y la política se tachan mutuamente, para rescribir los nuevos acuerdos nacionales del poder de turno. Es un turno que ya dura 60 años…La corrupción y la violencia son hoy el otro lado del mercado neoliberal. Acabo de cruzar los Campos de Soja, ese espacio paradigmático del pais (mientras dure la soja), y no ha de extrañar al viajero que las ganancias no han mejorado el paisaje.
G.M.: ¿Cree que existe lo que se denomina una nueva literatura argentina? ¿Tiene elementos en común en cuanto a estilos y temáticas?
Creo, y apuesto con fe en las penúltimas promociones, y también en las renovadas literaturas de las regiones, más que en las nacionales. Los que empiezan tienen que expulsar, como sus pares en los ámbitos de esta lengua, al español del lenguaje para poder escribir en un español más libre. Este idioma nuestro arrastra sobrepeso tradicional, ideología ultramontana, autoritarismo juriásico, machismo, racismo, xenofobia… Para no insistir en la recusación del otro como principio de identidad, en la estereotipia y prejuicio, prolijidad y redundancia. Batir el mercado, resistir la banalidad del éxito, restaurar el entusiasmo del riesgo, y cruzar las fronteras, son tareas pendientes de esta nueva década. Confiemos en la crítica como una política de reapariciones, capaz de retener lo que de otro modo seguirá desapareciendo.