
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Hace algunos años, un profesor en Oklahoma me contó una anécdota de J. M. Coetzee. Un amigo de Coetzee, productor de televisión, viajaba a México para entrevistar a García Márquez. Coetzee admiraba a Gabo y quería conocerlo, de modo que viajó con el productor. Sin embargo, una vez que llegaron al lugar de la entrevista, Coetzee, que ya era un escritor famoso, le pidió anonimato al productor. Así que saludó a Gabo, buscó una silla y se fue a una esquina de la sala y presenció la entrevista como si fuera un técnico más del equipo. Cuando todo terminó, Coetzee fue el primero en marcharse. Gabo no pudo resistir la curiosidad de preguntar quién diablos era ese ser tan extraño. "Coetzee, el escritor", dijo el productor. Y García Márquez dijo que se lo debía haber dicho antes: admiraba a Coetzee, le hubiera encantado conocerlo.
Quizás la historia no sea cierta, pero es verosímil: va perfectamente de acuerdo con la leyenda de Coetzee como un hombre lacónico, solitario, humilde, un asceta alejado de la feria de vanidades de la vida literaria. Summertime, su nueva novela, no sólo se encarga de ratificar esa imagen, sino que va aun más allá. Por supuesto, toda esta construcción es un elegante juego de espejos: la novela toma la forma de una serie de entrevistas hechas por un biógrafo de Coetzee a gente que lo conoció a mediados de los setenta, años cruciales en la carrera literaria de este escritor (ya muerto, según la novela). Lo que emerge, entonces, es una suerte de autobiografía. El hecho de que nos preguntemos si la vida del Coetzee personaje es similar o diferente a la del Coetzee real muestra cuán persuasiva es la compleja estrategia narrativa de esta novela. Summertime es metaliteratura de las buenas, en las antípodas de los juegos simplones entre autor y personaje que aparecen en las últimas novelas de Paul Auster.
Summertime tiene obvias relaciones con Infancia y Juventud, los dos relatos autobiográficos de Coetzee. Aquí, Coetzee rememora e inventa el período de la publicación de Dusklands, su primera novela. La Sud África que aparece en estas páginas es la del "fin de juego" del apartheid. En ese país deambula un Coetzee fantasmal, incapaz de dejar una impresión duradera en los otros: "Para mí, francamente, él no era nadie. No era un hombre de sustancia. Quizás podía escribir bien, quizás tenía cierto talento para la escritura, no lo sé… Sé qué se ganó una gran reputación después, pero, ¿era de verdad un gran escritor? Tener talento para la escritura no es suficiente para ser un gran escritor. Para ello tienes que ser también un gran hombre. Y él no lo era. Él era pequeño, un hombre pequeño y sin importancia".
Las palabras son de Adriana, una de las entrevistadas, condensan brutalmente lo que de una manera u otra dicen los otros de Coetzee; como un santo secular que encuentra placer en la humillación, el escritor flagela constantemente a una versión de sí mismo. En la novela, lo único que le interesa a Coetzee es la escritura: sus libros son, serán "un intento de inmortalidad". El dilema ético de Summertime es, entonces, el abismo moral que separa a la vida del arte. Ya hemos visto este debate repetidas veces–¿podemos disfrutar las novelas del fascista Celine?–, pero Coetzee lo lleva a un plano radical: visto bajo un poderoso microscopio, ningún artista está a la altura de su obra.
Coetzee ha encontrado formas de no hundirse en la irrelevancia que ataca a los escritores apenas ganan el premio Nobel. Summertime no es Esperando a los bárbaros ni Vida y época de Michael K., pero tampoco desentona en una obra que se erige, a pesar de lo que diga el propio Coetzee, como una de las más ambiciosas de nuestro tiempo.
(La Tercera, 1 de diciembre 2009)