
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Exhibición de poder duro en Pekín el mismo día en que Estados Unidos exhibe su poder blando en Ginebra. La dualidad acuñada por Joseph Nye suele darse en proporciones distintas en la actuación de las grandes potencias, pero ayer el mundo pudo contemplar dos estampas en las que ambas formas de poder aparecen destiladas: la pacífica China enseñaba con arrogancia los dientes de su poder militar, en el desfile de celebración del 60 aniversario de la fundación de la República Popular, mientras la belicista América exhibía su capacidad diplomática en su primera reunión con el Irán intransigente de Ahmadinejad.
Deben combinarse y se necesitan mútuamente. Detrás de la diplomacia norteamericana y de los esfuerzos europeos por sentar y convencer a Irán está la amenaza de sanciones e incluso la eventualidad de golpes aéreos a sus instalaciones nucleares: la fuerza militar occidental no tiene en este sentido parangón, ni siquiera, por supuesto, en este engranaje inhumano que los chinos exhibieron en su desfile pekinés. Y junto al despliegue chino de poderío armado, disciplina de acero, culto a la personalidad y simbolismos perfectamente totalitarios hay también toda una palabrería pacifista y armoniosa que no engaña a nadie y una economía que, ésta sí, constituye el único lenguaje que nos iguala a todos en el mundo globalizado: gracias al tirón chino estamos saliendo de ésta.
Quienes necesitan afirmarse y legitimarse en su poder despótico no tienen más remedio que acudir al recurso de esos desfiles monstruosos, el culto a esos iconos que pueblan sus panteones políticos e ideológicos y la demostración de su capacidad de domesticación de los ciudadanos, ya sea con el uniforme de los que marchan, ya sea en el vestido civil de los mentalmente uniformados que aplauden. El pavor que produce un desfile tan perfecto como el de la plaza de Tian Anmen sólo tiene su equivalente al miedo cerval que tienen los dirigentes chinos a las libertades y al pluralismo.