
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Durante un reportaje abierto que Alejandro Soifer me hizo ayer en la librería Eterna Cadencia, salieron a luz algunas cuestiones –¡de las tantas que me obsesionan!- que no estaría de más dejar anotadas.
Patricio Zunini me preguntó por qué conservaba este blog, siendo que con la literatura, el cine y la práctica ocasional del periodismo mi carnet de baile está más que lleno. Al intentar una respuesta surgió la cuestión del escritor y la comunidad –esto es, su comunidad.
Desde que existe algo que puede llamarse práctica literaria, los escritores asumieron la relación con su comunidad de origen (o bien de adopción) como algo natural. El narrador tomaba como propias algunas de las problemáticas que estaban vivas, de manera más o menos consciente, en su sociedad; y después de procesarlas artísticamente con la libertad (formal, pero también ideológica) más absoluta, se las devolvía a su comunidad en la forma de un libro –para iluminarla, para enfrentarla al espejo deformante de sus propias compulsiones, para cuestionarla.
Lo que nunca estaba en disputa, primero, era que el escritor formaba parte de la comunidad; que en tanto miembro de ese colectivo le cabía un rol específico, que sólo los narradores podían desempeñar y nadie más estaba en condiciones de cubrir: ni los sociólogos, ni los filósofos, ni los antropólogos, ni los periodistas; y en pago del cual, la comunidad le reconocía un status único, no muy distinto del que las sociedades primitivas concedían a sus chamanes: el del enajenado al que hay que proteger (¡a pesar de sus escasas gracias sociales!), porque dice lo que nadie más se atreve a decir –algo que, aunque difícil de cuantificar en términos económicos, la comunidad consideraba esencial para su desarrollo, y por ende para su supervivencia.
En nuestras sociedades hipertecnificadas, el rol del narrador ha cambiado por completo.
(Continuará.)