
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
El viajero del siglo me impresionó como la perfecta encarnación esa rara avis que es Andrés Neuman. Una novela que hace todo lo que se supone que las novelas de hoy (y en particular las novelas escritas por argentinos) no deben hacer.
Es larga, cuando se nos demanda que seamos breves.
Ocurre en Europa, durante un tiempo pretérito que no tiene nada de tópico. Ni Guerras Civiles, ni Inquisiciones, ni dictaduras sangrientas. Neuman opta por un momento del siglo XIX que fue puro interregno, cuando el imperio napoleónico se desintegraba y todavía no se había insinuado lo que habría de venir –un momento, en suma, que como nuestro presente era pura posibilidad.
Consecuentemente Neuman se pone en la piel de personajes que son de todo menos argentinos. Esto es algo que casi nadie hace aquí en estos días, lo cual conlleva el mensaje tácito de que esto es algo que no debe hacerse. La imaginación de los escritores locales lleva tiempo analizando la perspectiva de presentarse a moratoria, y por eso no hacemos otra cosa que concebir personajes argentinos, contemporáneos y que, si se puede (bendita Gripe A, que caíste como anillo al dedo), no salgan nunca de casa.
Pero Neuman, para variar, hace otra cosa. No sólo elige como protagonista a un viajero de profesión, sino que lo hace detenerse en una ciudad que, dado que se llama Wandernburgo y wandern significa, en efecto, andar o bien caminar, es ella misma una ciudad móvil. En la novela de Neuman nada se queda quieto –ni siquiera la tierra.
Otra de sus rupturas pasa por los personajes. En el tiempo de las literaturas del yo, donde los personajes son más bien veladas versiones del Autor, al punto que a veces ni siquiera se toman el trabajo de buscarles nombres distintos del propio, Neuman crea personajes robustos y llenos de vida. Y los habita con generosidad shakespiriana, permitiéndose ser todos ellos, sin despreciar ni siquiera a los más reprobables.
Del repertorio –una transgresión más, y van…- los que más me gustan son las mujeres. Sophie Gottlieb y Liza Zeit son verdaderamente entrañables.
También me complace que Neuman no intente ni por un segundo convencernos de la objetividad de su relato. A la manera de Dickens, bautiza a sus criaturas con total alevosía, definiéndolas ya desde el nombre. Dado que Wandernburgo misma se mueve, resulta lógico que los viajeros se alojen en la posada del señor Zeit, o sea Tiempo: simple coherencia einsteniana. Sophie es la encarnación del amor de Dios, como su apellido deja en claro. Y los dos hombres que se disputan su amor revelan a simple llamada por cuál de ellos debemos apostar. Hans es la roca sobre la que Sophie puede construir una vida, a pesar de que se trata de un intelectual y por ende de un artista del hambre. En cambio Rudi es rico, pero inconsistente.
Hans. Rudi.
¡Hans! Rudi…
(Continuará.)