
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Hace algunas semanas tuve la oportunidad de participar en un congreso en Cambridge sobre nuevos acercamientos a la cultura popular en América Latina. El encuentro, organizado por el programa de estudios latinoamericanos de la universidad de Cambridge, contó con académicos y escritores de Europa y América Latina. La diversidad del grupo hizo que esos dos días fueran un buen momento para tomarle el pulso a la cultura popular.
Alberto Moreiras, de la universidad de Aberdeen en Escocia, dio la primera charla, que bien pudo haber sido la que cerraba el encuentro, pues se trataba de un requiem por lo que entendíamos por cultura popular. Desde tiempos de la escuela de Frankfurt que la cultura popular era concebida como el repositorio de la sabiduría del pueblo, como la posibilidad para la subversión política. Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, esto se ha vuelto obsoleto: ya no existe una comprensión política de lo que puede hacer la cultura por nosotros, y menos la sensación de que la cultura popular es capaz de liberarnos; tampoco sabemos muy bien qué es el pueblo", y está claro que han naufragado las formas de lo que algún día se entendió como el Estado nacional-popular. De hecho, Moreiras sugirió que quizás era mejor dejar de lado el concepto "cultura popular" y hablar más bien de aquello que durante un tiempo coexistió con ella y había terminado reemplazándola: la "cultura de masas".
Abilio Estevez dio una lectura poética de Cabrera Infante y el bolero, ese "hijo arrabalero del modernismo"; Alberto Fuguet hizo una crítica tan demoledora como divertida del concepto de "no-lugar" popularizado por Marc Augé (el no-lugar, ese espacio impersonal creado por la supermodernidad, era redimido por Fuguet como más que un simple sitio de tránsito: también ocurren conexiones y dramas humanos en aeropuertos, supermercados, centros comerciales, Holidays Inn); Claire Taylor, de la universidad de Liverpool, trató de dar un panorama del estado de la cibercultura latinoamericana; yo relacioné al narcocorrido con la literatura reciente del norte de México, concentrándome en una novela admirable de Yuri Herrera, Trabajos del reino, que me parece que sugiere muchas cosas inteligentes sobre el lugar del arte en la sociedad mercantil y el mundo de la narcocultura que asola al México contemporáneo.
Hubo otras dos charlas muy instructivas: la de Andrea Noble, de la universidad de Durham, que analizó algunas fotografías de la revolución mexicana para entender el lugar del afecto en un momento de dramática transición política (en esas fotos, el "macho" Pancho Villa está llorando en el funeral de Madero: ¿qué hacemos con sus lágrimas? ¿son una muestra mediática masiva de su lealtad a Madero?); y la de Joanna Page, de Cambridge, que se ocupó de El Eternauta, la novela gráfica de Oesterheld que se ha convertido en nuestro Watchmen (un comic que es también un clásico literario). Para Page, lo que se juega en El Eternauta es la ruptura entre el intelectual y el hombre de acción. Oesterheld sugiere que, en un momento en el que hay temor a una posible guerra civil, el intelectual tradicionalmente alejado de la masa, del pueblo, debe hacer un esfuerzo y adaptarse a la lucha política como forma de supervivencia.
Curiosa situación: los estudios culturales lucharon durante mucho tiempo para romper jerarquías, y ahora que en el mundo académico se habla del bolero, el corrido o el comic como se hablaba antes sólo de la literatura o la pintura, resulta que el discurso mismo de la cultura popular está en crisis. Paciencia, y a barajar de nuevo.
(La Tercera, 15 de junio 2009)