
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
A la vista del éxito, no es extraño que empiecen a sonar las voces que piden su clausura. Entre los propios eurodiputados que acaban de ganar un escaño los hay partidarios de cerrar la Unión Europea a cal y canto. Y es evidente que el humor dominante está entre el euroescepticismo tan bien arraigado en la derecha y la eurodecepción que florece en la izquierda. No es extraño que algunos evoquen la situación anterior a 1979, año de la primera elección por sufragio universal directo, cuando el parlamento no existía y se trataba únicamente de una asamblea parlamentaria, formada por diputados designados por las cámaras de cada uno de los países miembros.
Si los europarlamentarios no quieren que las próximas elecciones, dentro de cinco años, sean todavía un peldaño más en el descenso hacia las profundidades, tienen la obligación de impulsar y llenar de contenido a una institución que no lo tiene para la gran mayoría de los ciudadanos europeos. La débil participación electoral, especialmente notable entre los nuevos socios, así lo revela. De nada han servido los fervores europeístas, a veces sobrevenidos, que suelen prodigarse en los aledaños de las elecciones, cuando políticos y periodistas se esfuerzan en explicar los grandes beneficios que nos reporta la Unión Europea y la trascendencia enorme que tiene nuestro voto a la hora de modelar una institución de poderes cada vez más sólidos y relevantes.
Desde las primeras elecciones europeas, hace veinte años, la participación ha ido decreciendo sin pausa, a medida que la institución iba reforzando sus poderes y adquiriendo otros nuevos, aunque siempre como cámara cosoberana que legisla junto al Consejo de Ministros. Desde el primer momento fue concebida como promesa de una futura unión política en la que finalmente existiría un órgano de la soberanía popular de todos los europeos, la representación de su nuevo demos. Y quizás debido al lento desvanecimiento de esta promesa, convertida en espejismo, cada elección ha ido subrayando la distancia entre la institución que la encarnaba y quienes debían creerla y cumplirla como ciudadanos europeos.
No hay que olvidar que el instrumento de una magna asamblea parlamentaria europea es el que se antojaba más eficaz para avanzar en el camino y llegar a culminarlo un día. Y así quedaba expresado en momentos felices, ante comparecencias relevantes de jefes de Estado, en la aprobación de algunas resoluciones, en algunas votaciones decisivas que han marcado como mojones históricos la vida del europarlamento (citaré sólo como ejemplos que salvan la dignidad de la pasada eurocámara, el documento sobre las cárceles secretas de la CIA y la votación contra la semana de 60 horas).
Pero, entrado ya el siglo XXI, hace ya algún tiempo que sabemos la naturaleza onírica de toda esta aventura. Fue un sueño de los años ochenta desvanecido totalmente gracias una ampliación hecha a toda prisa y sin aportación de nuevas ideas y energías al proyecto europeo. Al contrario, los países de más reciente incorporación, a diferencia de lo sucedido en anteriores ampliaciones, en vez de sumar entusiasmos renovados e inyecciones de fe y esperanza en el proyecto de unidad europea, se han dedicado a acarrear resquemores y agravios respecto al pasado y a restregar a unos y otros la memoria de cómo les trató el mundo y sobre todo Europa cuando se hallaban bajo la bota soviética.
Esta cámara caótica probablemente no llegará nunca a nada, pero es un buen reflejo de la Europa que la ha concebido, y sólo como retrato de lo que somos, de nuestras incapacidades y nuestras frustraciones, puede rendir un buen servicio a los europeos. En ella, como en botica, hay de todo, bueno, malo e incluso lo peor de lo peor, ambición y desidia, europeísmo todavía absurdamente entusiasmado y la inquina más irracional contra Europa y de los europeos. Cuenta por tanto con la virtud de que nos evita tener que mirar hacia fuera cuando se trata de buscar a los responsables de los males de este mundo. Es el mejor espejo que podíamos concebir para esa Europa desganada y dividida que nos mantiene ensimismados en el aire cargado de nuestras respectivas cocinas nacionales.