
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La segunda mitad de Los topos es el negativo perfecto de la primera, tanto en su extensión (ambas partes tienen 88 páginas) como en su peripecia. Lo que tiene lugar entonces es un desplazamiento que de arranque es geográfico –el protagonista se traslada a Bariloche, ciudad del sur sobre la que vierte sus esperanzas- y finalmente narrativo.
Las 88 páginas iniciales coqueteaban con las formas del realismo. Las 88 subsecuentes abrazan lo esperpéntico, con enanos ricachones y todo. En algún sentido no sólo la narración, sino el protagonista mismo deja de ser quien era: ahora es él, y ya no Maira –los nombres de su afecto incurren en aliteración: Maira, Romina, Mariano- quien se traviste, vistiéndose de mujer, prostituyéndose, sometiéndose a una cirugía plástica para ponerse pechos.
Y sin embargo (un logro para nada menor) el tono es consistente. El narrador sigue hablando con la misma voz coloquial, casi desprovista de énfasis, de que hizo gala desde el comienzo, aun cuando se abandona a la posibilidad de lo monstruoso. Que no pasa por el travestismo, por supuesto (todos somos travestis de una u otra manera), sino por la fantasía del narrador de estar entregándose a un hombre, el Alemán, a quien sospecha su padre: el doble agente, aquel que traicionó a su madre ante los represores.
Conjetura que procede con el mismo rigor, o sea ninguno, que el que ya había empleado a la hora de creerse hermano de ‘Maira’. Pero por más tenue que sea esta convicción, por mal que resista la confrontación con la realidad, no borra el hecho de que el narrador la tiene en su cabeza todo el tiempo: desde el principio, cuando planea matar al –nada casualmente- Alemán, hasta el momento en que acepta sometérsele sin chistar –y cuando digo someter no hablo en términos excluyentemente sexuales, sino también de violencia.
Hasta donde entiendo, este es un procedimiento habitual en Bruzzone. Muchos de sus relatos (existe una colección de cuentos llamada 76) alientan la noción de la ficción como existencia alternativa. Suelen empezar por circunstancias más o menos similares a las del escritor real (el Big Bang de la desaparición de los padres, la vida junto a una abuela, el trabajo en la pastelería o bien como limpiador de piscinas, la participación no del todo entusiasta en la agrupación HIJOS, la aceptación de la indemnización en carácter de víctima del terrorismo de Estado) y después se bifurcan.
En algún caso (Fumar bajo el agua), el dinero de esta indemnización se aplica a un invento que lo vuelve millonario; nueva fantasía arltiana. En otro (Sueño con medusas) se tuerce hacia Europa vía viaje delirante en submarino, acepta una reconciliación con su novia –la recurrente Romina- y se anima a un happy end. En un tercero (Otras fotos de mamá), el mismo o parecido protagonista se cruza con un ex novio de su madre desaparecida y termina emborrachándose junto al dueño de un supermercado chino que, por supuesto, no le entiende una palabra.
Que Bruzzone haya reservado la más extrema de sus ‘vidas posibles’ para su novela debut es, para comenzar, un gesto de coraje.
Lo del tono casual con que se refieren hechos terribles es para mí revelatorio. Reproduzco la frase final de Los topos, con la salvedad de no estar traicionando nada de su trama: ‘La verdad es que ahora, con este frío, no hay mucho más que hacer’. Este frío me suena al desierto helado en que vivimos los argentinos desde hace décadas; la intuición de que nada puede sacarnos de aquí –ni la ideología, ni la Historia, ni la Justicia- ni tampoco brindarnos un poquito de calor a modo de paliativo. Lo único que queda es eso, precisamente: el instinto, seguir moviéndonos sin saber bien por qué, como los topos que aun en lo más profundo del túnel cuentan (¡contra toda esperanza!) con que sus narices los regresarán a la superficie –a la luz.
Al final de Viernes 3 AM, después de haber cambiado ‘de sexo y de dios/ de color y de fronteras’, el protagonista de la canción de Charly García lleva un arma a su cabeza y dispara. El último verso cierra el mini-relato: ‘Los que no pueden más se van’. Un gesto romántico que ha quedado anacrónico en esta Argentina que vive la antítesis de toda épica. (Esto no es cosa de Bruzzone sino mía.) Donde pasamos de querer matar al Alemán a tolerar que nos viole a diario. Donde los que no pueden más, lejos de irse, son los que se quedan. (Como se quedó Charly, sin ir más lejos.)
Se quedan en compañía de los militares sin dignidad, de los genocidas, de los asesinos anónimos; se quedan junto a los que miraron a otra parte cuando pasaba lo que pasaba (y también ahora, cuando pasa lo que pasa); se quedan codo a codo con los delatores, los cínicos y los corruptos; con los que cambian de bandera en busca de votos; con los que piden (más) sangre; con los que explotan a Dios y María Santísima y coquetean con la idea de llegar a Presidentes para que el país vuelta a estar –como diría Horacio Verbitsky- atendido por sus dueños.
En este frío, claro, ¿cómo no creer que no hay mucho más que hacer?