
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Paulina preguntaba hace algunos días por mis comienzos. Lo único que puedo decir es que no recuerdo nada que identifique como tal: siempre supe que quería narrar historias, desde la mismísima infancia. Por supuesto, con el correr de los años sufrí la tentación de las profesiones ‘serias’. Durante algún tiempo coqueteé con la idea de ser médico, arquitecto y hasta oceanógrafo. Pero nada (tan sólo el mar, en todo caso) me atraía tanto como el poder de las buenas historias -nada me seducía más.
Aun cuando la vocación era difusa, tenía claro que prefería el disfrute de la ficción a cualquier otra actividad infantil: ni los deportes, ni los juegos de mesa ni las travesuras en grupo se comparaban al secreto arrebato que sentía ante un buen libro, historieta, película o serie. Supongo que todo lo demás me parecía común, sin lustre; y que ese fulgor que iluminaba mi existencia durante la inmersión en la ficción era, en cambio, una experiencia casi religiosa: me re-ligaba -de modo íntimo y secreto- con algo más grande que yo -lo que por entonces habría definido como el Orden de la Aventura.
Una vez que identifiqué la existencia del artista detrás de esa magia (había alguien que movía los hilos para que todo ocurriese tal como ocurría), ya no dudé: yo quería hacer eso. Para ser más preciso: quise desde entonces producir en alguien a quien no conocía -y que quizás no hubiese nacido todavía- la misma clase de placer perdurable que los artistas producían en mí a través de sus obras. Por eso mi vocación es inseparable de la alegría de vivir: porque desde la semilla fue ya un deseo de compartir con otros lo que me hacía feliz, de tender puentes a personas desconocidas -de invitar a jugar.
(Continuará.)