Marcelo Figueras
La tendencia a tratar a los bebés como estrellas es muy nueva en la especie humana. Antes se los encajaba en fajas o corsés y hasta se los colgaba de un gancho hasta que llegaba la hora de alimentarlos, o se los entregaba a poco de nacidos a los ‘especialistas’: nanas o tutores, que los entrenaban como a soldados y los castigaban físicamente por cada error, debilidad o negativa a hacer lo mandado. En un episodio de la primera temporada de Mad Men, durante una reunión entre familias amigas un adulto le pega un sopapo a el hijo de otro, por el simple hecho de pasar corriendo por el lugar. Lejos de sorprenderse u ofenderse, el propio padre del niño se suma a la reprimenda, amenazando a su vástago con un segundo sopapo. ¡Y eso que la serie transcurre a comienzos de los sesenta! Lo cual establece que no hace ni medio siglo que dejamos de tratar a los niños como punching balls. ¡Qué diremos entonces de Esparta, de la Edad Media o de los pobres protagonistas de Dickens, él mismo un niño obligado a trabajar a temprana edad!
(No sé ustedes, pero si alguien le pusiese una mano encima a alguno de mis hijos yo le bajaría los dientes y después le preguntaría qué opina de la gente que abusa de su poderío físico para castigar a los más débiles. Mi padre, que forma parte inevitable de la vieja guardia, no necesitó de manuales de psicología infantil para entender que no debía castigarme de esa manera. Cada vez que hablamos sobre el tema, se torna evidente la sensación de vejación, de impotencia que le produjo en su momento ser golpeado a modo de correctivo. La conserva fresca, casi como si la estuviese sintiendo todavía. Y eso que se trata de hechos que ocurrieron en su vida no hace menos de setenta y cinco años…)
Cuando quiero ver el vaso medio lleno, me digo que es posible que la distancia histórica que los adultos ponían entre ellos y sus niños tuviese mucho que ver con la gran mortalidad que era común en aquellos tiempos; es decir, la necesidad de no apegarse locamente a una criatura que tenía enormes posibilidades de morir antes de los cinco años. Pero al mismo tiempo me pregunto: ¿cuántos de esos niños que sucumbieron a enfermedades e infecciones habrán muerto, además, por la falta de apego a la vida que se torna inevitable consecuencia del desamor?
Por lo demás, la Historia está llena de relatos sobre padres y madres que realizaron proezas y sacrificios por amor a sus hijos. O sea que el amor de los adultos por sus pequeños tampoco es tan poco natural, tan invención moderna, como algunos sugieren. En la Biblia misma, el omnipotente Yahweh, que había creado a la humanidad toda y desde entonces vivía fastidiado (como niños caprichosos, los hombres no hacían otra cosa que desobedecer y demandar: más, más, más…), se ve sorprendido por el sentimiento de amor incontrolable que David le inspira y por primera vez habla de sí mismo como de un Padre; eso es a fin de cuentas la paternidad / maternidad, un amor incondicional como el de Yahweh experimenta por vez primera al ver bailar a David semidesnudo -diría Touré: ¡como un bebé!
Ugh. Ya me extendí otra vez. ¡Prometo terminarla mañana!
(Continuará.)