Marcelo Figueras
"Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad", debería decir al igual que Borges en Pierre Menard, autor del Quijote. Pero aun así intentaré explicarme. Yo creo que muchos narradores perdieron el camino en este laberinto. De los motivos de este extravío mencionaré apenas dos. El primero, tomándolo de un viejo artículo de C. E. Feiling titulado ¿Por qué escribo tan mal? Refiriéndose a este argumento de Piglia-vía-Borges que sostiene que sólo podemos releer -esta historia oficial de la literatura argentina que Piglia conjeturó y otros canonizaron-, Feiling dice: "La historia oficial tiende a generar una literatura asfixiante, que se desvive por inscribirse en esa misma historia y sólo se ocupa de ella".
Yo creo que Piglia también es víctima de esta asfixia de la que Feiling habla. Estoy convencido de que siente que respirar en el mundo de la literatura se le hace cada vez más difícil, lo cual lo empuja -a confesión de partes, relevo de pruebas- a inclinarse por los métodos artificiales. Lo acepta casi al pasar en la entrevista con Graciela Speranza, cuando elogia a Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver. ¿Cómo lo ensalza? Diciendo que este hombre "consigue narrar historias, que en literatura ya es muy difícil". ¿Qué está diciendo Piglia aquí? Al mencionar que Taxi Driver parece una versión de Memorias del subsuelo sugiere que uno todavía puede llegar a ser Dostoievski en el cine, pero en la literatura no. En literatura ya es muy difícil, son sus palabras. Esta es la situación que está describiendo, un diagnóstico del quehacer hispanomericano actual: a los escritores les cuesta cada vez más escribir. Suena absurdo, pero no por eso es menos real.
El segundo motivo del extravío en el laberinto podría ser el siguiente. Todo artista siente la tentación de ser moderno, el mandato de la innovación. (Que a veces, por cierto, opera como una condena.) En este mundo nuestro, no hay nada más moderno que los medios electrónicos y la fragmentación del relato que producen. Nuestro modo de ver y de leer se está convirtiendo cada vez más en nuestro modo de conocer: el zapping, el chateo, Google, YouTube, los mensajes telefónicos. Nos dicen que ya nadie lee novelas, que nadie escucha discos completos, la gente baja temas sueltos de la red que incluyen bits de otras canciones: melodías clásicas reducidas a moneda de cambio, a campana de Pavlov que nos llena la boca de saliva. Enfrentados a la biblioteca infinita que asfixia, a este relato ‘oficial’ según el cual narrar historias en literatura se ha vuelto difícil, muchos escritores se ven tentados por los brillos de estas nuevas formas y deciden imitarlas.
Y así fragmentan sus relatos, producen digresiones interminables, buscan la desconexión que surge de saltar de un texto a otro, la sensación de choque entre distintos registros. Algunos compran el argumento de que la profusión de blogs expresa la necesidad de subjetividad extrema, y se limitan a escribir sobre sí mismos. O rindiéndose a la presunta supremacía de estas formas, renuncian a la construcción del relato y escriben lo que les viene a la mente, confundiendo perorar con narrar.
La piedra de toque de la literatura de hoy es el monólogo de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction, donde se habla de cómo rebautizan en Francia a los productos de McDonald’s. Hemos dejado de preguntarnos cómo escribir un Quijote acorde a estos tiempos, una obra que transforme la manera en la que ‘leemos’ la realidad. Casi nadie arriesga su vida a la manera del protagonista de Las ruinas circulares, dedicándose a soñar un personaje tan vívido que escape de las páginas y opere sobre el mundo: no esperen encontrarse en breve con un nuevo Ahab, con un nuevo Raskolnikov, con un nuevo Erdosain. Ahora nos conformamos con saber la diferencia entre el Quarter Pound y el Royale with cheese.
Para emplear términos caros a la historia argentina reciente: lo que muchos narradores hacen es decretar un lock-out a los lectores. No son los lectores los que se declaran en huelga, son los mismos escritores que deciden no proveerlos más de libros inolvidables. Convencidos de que ya no queda más remedio que escribir notas al pie de la Gran Literatura, eligen narrar contra el lector creyendo hostigar así a la cultura de masas.
(Continuará.)