Marcelo Figueras
Vonnegut se cayó y se rompió la cabeza. Literalmente. Siguió vivo unas pocas semanas más (ah, vaya a saber qué visiones experimentó ese cerebro así desencajado) y al final se murió en Manhattan, el mismo miércoles del año 2007 en que Maradona salió del hospital con un hígado tan estropeado como su cráneo.
Y así van las cosas.
Me gustaban de Vonnegut el sentido del humor, la irreverencia y la imaginación proléptica. Me gustaba que le gustase inventar nuevas religiones, como la Iglesia de Dios el Completamente Indiferente y el Bokononismo, al que describía como “lleno de mentiras agridulces”. (Imagino que las creaba en la esperanza de que el peso de las supercherías derrumbase la totalidad del edificio, más temprano que tarde.) Me gustaba su pelo enrulado y su aspecto de viejo medio loco. Me gustaba que abominase de la violencia, sin que ese rechazo le impidiese valorar el costado estético del asunto. Alguna vez escribió que el bombardeo de Dresden durante la Segunda Guerra había sido una obra de arte. La novela en que hablaba del asunto, Matadero Cinco, lo convirtió en una estrella. Años después alguien se atrevió decir que el atentado contra las Torres Gemelas había sido una obra de arte, y casi se lo comen crudo.
Y así van las cosas.
Vonnegut sabía que las cosas son complicadas, y por eso entendía la importancia de apegarse a lo simple. El protagonista de God Bless You, Mr. Rosewater era capaz de resumir una filosofía de vida en pocas palabras: “Hola, bebés.
Bienvenidos a la Tierra. Hace calor en verano y frío en invierno. Es redonda y húmeda y está llena de gente. A rasgos generales, tienen como para cien años aquí. Que yo sepa, hay una sola regla –Maldita sea, tienen que ser amables”.
El último libro que publicó fue una colección de ensayos, A Man Without a Country, que además terminaba con un poema llamado Réquiem. Es tentador reproducir sus versos porque suenan a final perfecto, a círculo que se cierra, a síntesis ideal de obra y de pensamiento: “Cuando la última cosa viviente / haya muerto a causa nuestra, / cuán poético sería / si la Tierra pudiese decir, / en una voz que flotase / quizás / encima del suelo del Gran Cañón, / “Se ha cumplido”. / A la gente no le gustaba este lugar”.
Yo no creo en los finales perfectos. A mí me gusta estar acá. Aun en ausencia de Vonnegut.