Marcelo Figueras
Cada vez que un proceso natural es interrumpido de manera violenta, la Historia desanda su marcha y las deudas por pagar se apilan, de manera implacable. La América Latina de fines de los 60 y comienzos de los 70, por ejemplo, pretendía avanzar en la construcción de sociedades menos sectarias e injustas. En ese contexto, no debería extrañar a nadie que por aquel entonces haya surgido lo que todavía hoy se conoce como el boom: escritores de infinita diversidad como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa trataban de explicarse a sí mismos y en el proceso explicar, o por lo menos arriesgar sus propias intuiciones, respecto del sitio y el tiempo que les había tocado en suerte. Las dictaduras que surgieron para apagar las flamas surgidas al sur del río Grande no opacaron el brillo de semejantes autores, pero entre sus muchas consecuencias –la mayor parte de ellas terribles, y en buena medida abiertas todavía como heridas que no logran cicatrizar- hay una que quizás parezca menor, pero no lo es tanto. Así como en la Argentina la dictadura arrasó con buena parte de lo más brillante de una generación, también logró interrumpir un proceso de creación del que los escritores del boom eran fogoneros. Aquí desaparecieron Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Haroldo Conti. Otros muchos escritores debieron emigrar, y sus libros se torcieron de allí en más para tratar de descifrar el descentramiento producido por el exilio forzoso. En consecuencia –e insisto, hablo básicamente a partir de la experiencia argentina-, los escritores dejaron de contarnos. La dinámica de la vida hubiese hecho esperable que una nueva generación se rebelase contra los nombres del boom, proponiendo nuevas formas de contarnos a nosotros mismos, pero la violencia interrumpió ese proceso.
Hay un hueco enorme, un vacío insondable, entre aquellos maestros y nosotros. Sobre fines de los 80 surgió aquí una nueva generación de narradores. Pero los que comenzamos a editar por aquel entonces no podíamos rebelarnos contra la generación que nos precedía, simplemente porque no estaba: los habían borrado de la faz de la Tierra. Y tampoco tenía demasiado sentido embestir contra García Márquez & Co., porque parecían estar hablando de una Latinoamérica que nunca habíamos llegado a conocer, un sitio fantástico del que nos separaban pocos años pero que se nos antojaba tan distante y remoto como la América del Popol Vuh. Nos guste o no, aquí había calado fuerte la impronta de la dictadura. Por lo pronto, habían logrado convencernos de que hablar de gente tangible y emocional, de historias concretas y de escenarios latinoamericanos era algo indigno de nuestras plumas. Lo mejor que podíamos hacer era concebir relatos de alienación, discursos interiores; lo que estaba de moda era consagrar al estilo como único Dios, defender al lenguaje como la única realidad digna de nuestra atención.
Siento, hoy, que tal como suele suceder de acuerdo a la dinámica de los procesos orgánicos, no nos queda otra que retomar el camino en el preciso punto en que fue interrumpido. Esto, que ya está ocurriendo de manera ostensible en el mundo político latinoamericano, todavía está pendiente en buena parte de nuestra literatura. Necesitamos encontrar la forma de contarnos desde este presente, necesitamos encontrar nuestra forma, que seguramente ya no pasa por Macondo ni por McOndo; la gente del boom lo hizo de maravillas en su momento, ahora es nuestro turno de afrontar el desafío. ¡Ojalá surja gente que esté en el nivel de aquella, y que sepa deslumbrarnos con sus visiones!
Digo todo esto a raíz de una iniciativa del Hay Festival llamada Bogotá 39, cuya intención es encontrar a los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 39 para reunirlos en Colombia durante agosto. (Este 2007 Bogotá es Capital Mundial del Libro.) La gente puede proponer nombres, ya se enterarán mediante el blog. Yo estuve buscando escritores argentinos, pero todos los nombres que se me ocurrieron ya atravesaron el límite de edad, tienen 40 o más. Estoy seguro de que deben existir autores jóvenes de enorme talento, pero lamentablemente no he oído de ellos todavía; como diría una periodista a la que le gusta pensar mal de mí por todos los motivos equivocados, se ve que hace tiempo que no circulo por el barrio. Pero como respeto mucho la delantera que los narradores colombianos nos llevan en esto de contarse a sí mismos y en el proceso de contarnos, no me averguenza proponer a un colombiano que a mi juicio no puede faltar entre los 39: Juan Gabriel Vásquez, de quien leí Historia secreta de Costaguana y estoy leyendo Los informantes. Vásquez tiene todo lo que hay que tener: arte, visión, estilo y el coraje para llevarlos adelante, sin reparar en el coro de voces necias que nos piden que moderemos nuestras ambiciones y vayamos a menos.
Seguramente se me ocurrirán más nombres. Después les digo.