Marcelo Figueras
La caída de los dioses sigue siendo la película enorme que alguna vez fue. Más allá del abuso del zoom en algunas secuencias (cuesta entender cómo un artista tan elegante como Visconti cayó en la trampa de un recurso que envejecería tan rápido), el filme habla aún con la misma elocuencia que tenía en 1969; nuestra especie ha cambiado poco y nada desde entonces. La historia de una familia industrial alemana que coquetea con el nazismo surgente y se deja corromper hasta lo más hondo es tan intemporal como la Caída originaria; Visconti sabía lo que hacía cuando buscaba una forma de recrear Macbeth en tiempos modernos, la ambición desmedida engendra monstruos –siempre. Estoy convencido de que El Padrino no sería lo que es si Coppola no hubiese prestado la debida atención a La caída de los dioses. La obra maestra de Coppola también es la historia de una familia que se deja corromper por la ambición, sólo que en este caso la fuerza corruptora no es Hitler, sino el capitalismo.
En los documentales que acompañan el DVD que me compré, el guionista Nicola Badalucco subraya los puntos de contacto del filme con la tragedia shakesperiana (hay un contrabando casi completo de personajes, con la genial excepción de aquel interpretado por Helmut Berger: Martin von Essenbeck fue extraído de la verdadera familia de industriales alemanes que inspiró al guionista, los Krupp, cuyo heredero intimaba con el régimen nazi y adoraba vestirse de mujer), pero además pone el dedo en el corazón del drama al decir que funciona con esa efectividad porque “la familia es el microcosmos del universo”.
Uno puede contar cualquier época centrándose tan sólo en una familia. Todo lo que hay que hacer es mostrar de qué forma las presiones del mundo exterior van moldeando la relación entre los personajes; lo que va de la Roma imperial de Yo, Claudio a la Nueva York de El Padrino. Pero existe algo aún más profundo, y por eso más duradero, que se cuenta cada vez que la historia de una familia se desenvuelve ante nuestros ojos. En la historia de cada familia se repiten, como un eco, las turbulencias que han jalonado la historia del universo: desde el Big Bang (imagen sexual, si las hay) hasta la formación-parto del planeta Tierra, desde Pangaea hasta la división de los continentes, desde las glaciaciones hasta el calentamiento global. Nos unimos, nos multiplicamos, nos quebramos, nos dividimos y volvemos a atraernos. Así como los nueve meses en el interior del vientre narran la completa evolución de la especie –de célula a pez, de anfibio a mamífero-, cada familia narra a su manera la historia del universo.
Hamlet hacía bien cuando recomendaba a los actores que tratasen de ser un espejo de la naturaleza. Lo hacía porque era consciente de que no existe narrador más grande.