Marcelo Figueras
Días atrás volví a ver El graduado. Esta película de Mike Nichols es de aquellas que se aprecian más a medida que uno crece. Ya me había ocurrido hace algunos años, cuando vi por segunda vez Último tango en París: esa visión repetida fue mejor que la original, porque el tiempo había jugado en su favor. La historia del Paul interpretado por Brando es una cosa cuando uno la recibe a los 18 años, y otra muy distinta cuando uno ha llegado a la edad del personaje; hay angustias que nos parecen puro artificio a los veinte años, pero que a los cuarenta suenan a cosa de todos los días.
Esta vez, además del guión de Calder Willingham y Buck Henry (que además está graciosísimo en el papel de conserje del hotel), de las actuaciones de Dustin Hoffman y Anne Bancroft y de la música de Simon & Garfunkel, me alucinó la puesta de Nichols y su sagaz uso del formato scope. Supongo que en buena medida sentí la diferencia entre lo que era habitual en aquel cine estadounidense de fines de los ‘60 y comienzos de los ’70 –la inteligencia feroz, su iconoclastia, la forma en que reinventaba el medio en cada película- y el promedio del cine hollywoodense de hoy. Ayer nomás conversaba con Marcelo Piñeyro sobre Little Children, de Todd Fields, una peli americana de esas que hoy pasan por adultas y hasta controversiales. A mí Little Children me gustó bastante (a Piñeyro bastante menos), pero confieso que mi apreciación tiene mucho que ver con el hecho de que los standards con que juzgo al cine estadounidense de estos tiempos se parecen a los que uso cuando juzgo al dinosaurio Barney: esto es, con una pretensión cercana a cero. Si cada vez que me siento en el cine para ver una peli made in USA lo hiciese con la esperanza que esté en el nivel de Taxi Driver, Five Easy Pieces o El padrino, mi vida sería mucho más triste de lo que es.
Supongo que en aquellas décadas los estadounidenses estaban muy dispuestos a verse en el espejo sin anteojeras, y a confrontar el espacio –o en algunos casos, el abismo- que separaba sus ideales y sus discursos de la práctica cotidiana. Esa voluntad ha desaparecido casi por completo del cine, y mucho antes de que el atentado del 11 de septiembre les brindase excusas para atrincherarse entre sus peores prejuicios. El cine de Hollywood de hoy es, parafraseando aquel relato de Richard Matheson, el increíble cine menguante: cada vez es más pequeño y no puede evitar seguir decreciendo, es cine pensado para gente con escasa o nula capacidad crítica. Imagino que alguno sonreirá al interpretar esto que digo como un palazo a los Estados Unidos (que, dicho sea de paso, se han convertido en el increíble país menguante por motivos bastante más serios que la decadencia de su cine), pero en todo caso lo que me interesa del asunto es la forma en que nos interpela a nosotros, los que hablamos en español. Porque los que hablan en inglés están menguando por mérito propio, pero nosotros todavía no hemos crecido en la misma medida. Tenemos grandes artistas, pero estamos lejos de producir constantemente películas como El graduado. Y eso debería mosquearnos, porque los dueños del imperio nos están dejando el campo libre (en lo creativo, ya que no en lo industrial) y nosotros no estamos aprovechando la oportunidad tal como podríamos.