
Leer la mente
Jorge Volpi
Un brillante y provocador ensayo, donde Jorge Volpi entrelaza ciencia y literatura y demuestra que todos somos ficciones y que la literatura es una de las claves de nuestra identidad individual y nuestras pasiones compartidas.
«La ficción nos enseña a ser humanos.»
¿Qué pasa en mi cerebro cuando leo una novela o un cuento? ¿Cómo y cuándo aparecieron? ¿Qué parte de la mente inventa las anécdotas felices o los desenlaces trágicos? ¿Por qué sufrimos o gozamos con los personajes de los relatos y de qué forma nosotros, los lectores, nos transformamos en esos personajes? ¿No es acaso el yo nuestra mayor invención? En este brillante y provocador ensayo, Jorge Volpi destierra la vieja idea de la ficción como entretenimiento y sostiene, por el contrario, que las novelas y los cuentos han sido esenciales para la evolución de la especie humana.
Del descubrimiento de las neuronas espejo al origen de la conciencia y las emociones, y de las trampas de la memoria a los laberintos de la inteligencia, el autor de En busca de Klingsor y No será la Tierra refrenda su voluntad de entrelazar ciencia y literatura. Al final, Leer la mente demuestra que todos somos ficciones y que la literatura es una de las claves de nuestra identidad individual y nuestras pasiones compartidas.
Prólogo
El novelista neoyorquino
y la verdadera identidad
de Madame Bovary
En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadounidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña -y, como habrá de verse, a fin de cuentas tampoco importa demasiado-. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta idea. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa.
Sólo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiesen suscrito una idea semejante: a sus oídos no sólo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo resultaba tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.
Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra -en el fondo más indiferente que escéptica-, resulta casi blasfemo: sólo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atreverían a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy, son mayoría quienes piensan que sus obras -otro concepto rimbombante- son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida al comerciar con ellas.