Marcelo Figueras
No recuerdo cuándo fue que comprendí que existía una separación entre la literatura “seria” y la que simplemente producía placer. Imagino que de niño no percibiría más diferencia que la que me marcaban entre los libros que me estaban permitidos y los libros de los adultos. (Mi padre escondió una vez una novela picante de Irving Wallace, pero se olvidó de esconder El amante de Lady Chatterley; a esa altura ya había comprendido que las novelas de los grandes apuntaban a otro tipo de placer.) Lo cierto es que durante largos años pensé que, más allá de las obligaciones escolares, no existía otra razón para agarrar un libro que no fuese la de visitar otro mundo para divertirse como loco.
Quizás mi abuelo haya tenido algo de culpa en la pérdida de mi inocencia. Debía yo tener 10 años cuando le pedí una revista de Batman y me preguntó muy seriamente “cuándo iba a dejar de leer esas cosas”. Pero pronto entendí que la prédica de mi abuelo carecía por completo de autoridad. El gordo se leía todas las novelitas del Oeste de Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía, tenía la obra entera de Dumas fils publicada por la mexicana Tor y también unas ediciones de los libros de Ian Fleming que incluían fotos de las películas de James Bond. ¡Era el menos indicado para recomendar lecturas serias!
…………………
Recordé todas estas cosas cuando leí la lista que Stephen King confeccionó con los libros que, a su juicio, eran los mejores de este año. Más allá de la lista en sí, que incluye cosas discutibles (como el último Harry Potter), algunas elegantes (como Saturday de Ian McEwan, la última de Cormac McCarthy y la novela aún inédita de A.M. Homes, cuyo título es impagable: Este libro te salvará la vida) y muchos policiales (George Pelecanos, Michael Connelly, Elmore Leonard), lo que me impresionó fue que los libros favoritos de King no fuesen los que le iluminaron el alma, ni los que lo apabullaron con su estilo y con su erudición, ni los que convenía mencionar para quedar como un erudito, sino los que le habían producido más placer, y punto.
“Las novelas,” se explica King en el artículo de Entertainment Weekly, “siguen siendo la mejor opción para el entretenimiento. Hasta un libro de tapas duras es más barato que dos entradas de cine, y más aun cuando le sumás el precio de la nafta, el estacionamiento y el pago de la babysitter… Además los efectos especiales son siempre perfectos (porque se los inventa uno)… y aunque leo aproximadamente 80 libros al año, no me he cruzado con las gemelas Olsen ni una sola vez”.
……………………
No voy a discutir el derecho de los autores a escribir obras que pretendan algo más que entretener. Pero me reservo, como lector, el derecho a exigir que los libros me entretengan de manera insoslayable: si no cumplen con ese ABC, si no respetan ese imperativo categórico, no dudo en cerrarlos y en olvidarlos. Por supuesto, mi noción del placer ha variado con los años (hoy siento placer leyendo a Shakespeare, cuando hace años hubiese sido algo impensable), pero sigo exigiéndole al autor, ya se trate de Homero o de Stephen King, que me convenza de las bondades de emprender el viaje –y eso significa, sí o sí, que me entretenga.
Quedó atrás la época en que sufría al leer un libro por deber intelectual, o porque estaba de moda. Nunca sentí la tentación de leer a Proust. Nunca terminé The Virgin Suicides, y tampoco Middlesex. Leí a Kundera a fines de los 90, cuando ya había dejado de ser cool, porque una amiga insistió y porque La insoportable levedad del ser me partió la cabeza desde la primera página. Creo que no hay que separar la lectura del placer, habida cuenta de que existen tantas interpretaciones del placer como personas, porque la marca que un libro deja en nuestras vidas es directamente proporcional a ese disfrute. Y estoy convencido de que un libro puede salvar la vida, porque la mía fue así salvada muchas veces. Siempre que leo un listado de novedades, o cuando atiendo a un artículo como el de Stephen King, lo hago en busca del libro que me la salvará la próxima vez.