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Blogs de autor

Yo también soy Violetta

Por 25 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

“Ni siquiera se me sindicalizan”, respondió alguna vez Juan Villoro a la pregunta de Javier Marías en torno a una hipotética revuelta de personajes. Ahora Marías le confiesa a Juan Cruz que en ese aspecto no tolera rebeliones frente a su voluntad de escritor. “Faltaría más”, agrega. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando la historia exige que sus personajes sean voluntariosos y respondones? Cierto es que llega siempre el momento de mostrarles quién manda en el cuaderno, aunque sea para evitar la desbandada, pero de pronto uno disfruta más cuando le contradicen y solos modifican el rumbo de la historia, o hasta su misma forma de ser y estar. Nunca sé si conozco a mis personajes, por eso voy tras ellos presa de la ansiedad de meterme de un brinco en sus zapatos. Elijo, en todo caso, cuáles partes contar y qué rincones deben permanecer ocultos. Pero el hecho es que sí, los prefiero rebeldes.

Por todo lo anterior, aborrezco a los personajes sumisos, y todavía más a los lambiscones. Que por supuesto no es el caso de los de Marías —a menudo implacables como su autor, que corrige el lenguaje pero jamás el curso de la historia—, sino el de los de aquellos novelistas a quienes el exceso de laureles ha acostumbrado a la comodidad. Volviendo al espinoso tema de ayer, los veo rebasados por la patrulla que antes los perseguía y ahora los cuida como a un congresista; nada que no se note cuando uno empieza a recorrer las páginas y en vez de historia se topa al autor, embelesado por la luz del espejo. Los hay incluso que no persiguen más que ser glorificados, de modo que aman u odian a sus críticos de acuerdo a los laureles que les otorgan, y a la hora de concebir personajes se sienten más seguros arrebañándolos. Y ahí sí que no negocio: antes soy mal cuatrero que buen pastor.

Un personaje que hace todo cuanto le ordeno se parece al amigo que nos da la razón de forma sistemática, o a la mujer que por supuesto amor nunca ha osado decirnos que no. ¿Qué otra razón tendría para soportar a tamaños pelmazos, como no fuera la conveniencia de utilizarlos para hacerme la fama de biempensante, procurar el favor de lectores sedientos de complacencia o ganar posiciones de poder político? Toco madera. Me niego a defenderlos o a que me defiendan, mas espero que al menos, ellos sí, sean tan poderosos e impunes como un envenenador invisible. Que digan lo que yo jamás diría y revelen lo que aún desconozco. Que hagan frente a la historia mientras uno se hace humo detrás del escenario, confundido entre putas, menesterosos y ladrones.

En su reciente Piedra de toque, Mario Vargas Llosa habla de Charles Dickens como actor de sus textos, y asegura que él mismo ha sentido también “ese inquietante milagro que es, por un tiempo sin tiempo, encarnar la ficción, ser la ficción”. Lo cual me recordó sus confesiones en torno a la creación de Pantaleón y las visitadoras, la novela que sólo se dejó escribir desde la chusquedad, pues tanto historia como personajes eran naturalmente desternillantes. Personalmente, no conozco osadía preferible a la de convertirse uno mismo en ficción, ser personaje antes que persona y atreverse con él a las más extremas impudicias, para al cabo temerse, con retorcido orgullo, poca cosa en comparación. Escribir para desaparecer: tal es el desafío y el deleite.

Con alguna frecuencia desconcertante, se me aparece alguna lectora de mi Diablo Guardián para usurpar la identidad de la protagonista. “Yo soy Violetta”, dicen, a lo cual les respondo con la misma pregunta defensiva: “¿Y yo qué culpa tengo?”. Pues desde siempre mis personajes favoritos son corpulentos e individualistas, y el hecho es que a Violetta no quise controlarla ni siquiera en los años que dediqué a ser ella y renunciar a mí, que de repente soy tan predecible. Pues era abordo de ella, desde ella, dentro de ella, que podía probar el privilegio de renunciar a toda especie de obediencia y levantarme en armas —sus armas— contra lo que hasta entonces creí ser y querer. Y ahora que ya navego en otra historia y tengo que ser otros, cualquiera excepto yo, me exijo cuando menos ubicarme a su altura y cumplir con el postulado de Javier Cercas en torno a la función del narrador: Lo que importa es pelear, seguir peleando.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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