Xavier Velasco
No se trata de armar un diario en estas páginas, pero hallo indispensable consignar lo siguiente: me he levantado con los pelos de punta. No exactamente por el roce constante con la almohada, como por la promesa que me han colgado en la publicidad del blog en curso: "Sorprender a medio mundo cada día". ¿Tengo yo que hacer eso? Mierda, y ahora qué hago, me acosé mientras abatía el yogurt a cucharazos…
Ahora bien, "medio mundo" es un término elástico. En primera, reduce el universo aludido al cincuenta por ciento de su dimensión; en segunda, la idea se deja combinar con aquella expresión afortunada: "¡Qué pequeño es el mundo!", y de paso con otra, que a su manera dice más o menos lo mismo, y lo mismo nos sirve para celebrar un encuentro azaroso: "Somos catorce, a lo sumo dieciséis". Aún así, la idea de sorprender a ocho fulanos cada nuevo día (dieciséis entre dos: medio mundo) se antoja complicada, por no decir quimérica.
"Siempre que pasa lo mismo, sucede igual", sentencia una verdad de Perogrullo que bien podría ser la Cuarta Ley de Newton. Pero es que así es la cosa, uno se sienta cada día a escribir y atrás de las palabras vienen las dudas. Se está al principio de una brecha incierta, cada paso adelante va eliminando posibilidades, y uno de pronto trota y se pregunta si por casualidad habrá un abismo súbito diez pasos más allá. Todo, no obstante, entra en la diversión de ir desflorando espacios en blanco, y luego constelarlos de enmiendas y tachones.
—Tendría que empezar por sorprenderme solo —atino a mascullar, como queriendo poner punto final a las divagaciones de rigor en torno a la esterilidad matinal, cuando para acabarla de joder suena el timbre. O mejor dicho comienza a sonar. Intermitentemente. Progresivamente. Intolerablemente.
—¡Quién! —vocifero desde la escalera, ya corriendo y deseando bañar al visitante en hostilidad extrema. "Está pa’ mearlo", que decimos aquí. Pero al abrir la puerta me deslumbra la imagen de una diosa en potencia y en persona. Me contempla, sonriente y deslumbrante, sin dejar todavía de oprimir el botón del timbre.
—Con alguna frecuencia —me guiña el ojo izquierdo, y es como si en un golpe de pestañas me diera el banderazo de llegada a la gloria celestial—, la crispación se alcanza y se sostiene mediante la continuación indefinida del estímulo —dicho esto quita el dedo del timbre, adelanta una mano, apergolla la mía, se presenta: —Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels, para servir a usted de aquí en adelante.
—¿De aquí a dónde? —trato de comprar tiempo, sin atreverme aún a perder detalle del resplandor ardiente de sus pupilas.
—De aquí a la eternidad, se dice en estos casos —cuando menos lo pienso, ya está dentro. Cierro la puerta mecánicamente, voy tres pasos detrás de sus caderas, imantados los pies por aquel magnetismo incandescente.
Siempre que una mujer así nos llega de la nada, decimos que ha caído del cielo, igual que los relámpagos y las tormentas. ¿Quién es esta Afrodita del Carmen? ¿Qué diablos hace encerrada en mi casa, ligeramente contra mi voluntad? ¿Porque me hace esto frente a medio mundo? Insisto en comprar tiempo: veinticuatro horas me caerían del cielo. Necesito peinarme, por lo pronto…