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Rento patíbulo para toda ocasión

Por 16 de abril de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

No me asombra saber que un hijo de vecino mató a otro, ni tan siquiera si antes asesinó a veinte. Nada de eso podría prevenirse, es un hecho que tiene uno la potencial prerrogativa de escabecharse a quien le dé la gana, y hay quienes además se salen con la suya. La gente va a seguir entrematándose de aquí al final del género humano, nada hay en ello de insólito, por más que la noticia nos arrebate el sueño, o nos devaste, o nos haga temblar de indignación. Lo que sí me parece asombroso, amén de espeluznante y enfermizo, es que pueda existir toda una maquinaria legal consagrada a legitimar y ejecutar el asesinato, en el ambiguo nombre del bien común.

     Hasta antes de caer en desgracia por la monumental estupidez de pretender probar que en Auschwitz jamás hubo cámaras de gas, Fred A. Leuchter Jr. era un exitoso constructor de patíbulos. Había comenzado rediseñando la silla eléctrica, impelido por la piadosa idea de hacerla más eficaz, por tanto menos cruel, y encima de eso muy económica. Luego, ya encarrerado con el negocio y ante la sugerencia de un cliente, se aventuró a incursionar en la construcción de aparatos para inyección letal. Más tarde se metió al diseño de horcas y cámaras de gas. Todo, hasta hoy insiste, con el mero propósito de optimizar los métodos de ejecución y disminuir el sufrimiento del ajusticiado.

     Tras el atentado contra Hitler en julio de 1944, los acusados de participar en la conspiración fueron públicamente humillados a lo largo del juicio fársico que los llevó a la horca, tanto que el mismo juez, cada vez que podía, aprovechaba para insultarlos. Uno a uno, se les condujo a la pequeña mazmorra del verdugo, que no contento con ajustarles la soga entre burlas, denuestos y bofetadas, solazábase luego bajándoles los pantalones hasta media pierna, mientras los infelices -algunos, hasta pocos días antes, orgullosos generales del ejército alemán- se balanceaban ya, colgando de una viga. Había allí, con todo, un curioso detalle humanitario: cierta botella de cognac sobre la mesa. No para los ahorcados, sino para el verdugo, que de pronto como que se estresaba.

     A lo largo del documental de Errol Morris –Mr. Death: El ascenso y caída de Fred A. Leuchter Jr.– el oficioso constructor de mataderos observa, no sin alguna dosis de extrañeza, que hay personas renuentes a trabajar en ese negocio porque creen que algo quedará en ellas después de haber colaborado en lo que a fin de cuentas es una matanza. Y todo eso a Leuchter, que se mira a sí mismo como un filántropo, le cuesta comprenderlo. ¿Qué es preferible, al fin, morir en un patíbulo defectuoso que a la pena de muerte le suma la tortura, o abandonar el mundo amparado por la eficacia de una aséptica máquina de matar? Puede ser que las invenciones de Leuchter contribuyeran a disminuir los efectos traumáticos de la atrocidad -especialmente en los verdugos, a los cuales las leyes norteamericanas no conceden la vieja botella de cognac-, pero al cabo hay trabajos de mierda y el suyo. ¿Quién más querría quedar como el mejor amigo del verdugo?

     Hasta hoy estigmatizado y arruinado por unirse a esa banda guarra de los negacionistas, el autor del nefando Informe Leuchter -ya puedo imaginar la edición persa sobre el buró de Ahmadineyad- no tiene empacho en describir a detalle el mecanismo de sus inventos. Por el contrario, está muy orgulloso. Es arrogante, se siente científico, igual que cuando dicta sus conferencias ante decenas de hinchas del austriaco impetuoso. No le tiembla la voz al explicar que su sofisticado mecanismo de exterminio hace precisamente lo inverso que los aparatos destinados a conservar la vida. Y es que, insiste, lo hace por motivos humanitarios. ¿Tal vez equiparables a los que mueven a un médico?

     No me asombran, decía, los asesinos. Sí, en cambio, la máquina asesina y quienes la mueven. Me espeluzna mirar la sonrisa del falso ingeniero Fred Leuchter y advertir que le gusta su trabajo. Algo así como a little bit too much. Es un hombre que mata. Piadosamente, claro. Pero también con todas las licencias. En una de estas, cualquier día se lo llevan de Massachusetts a trabajar a Irán, o a Libia, o a China, donde el Estado mata con premeditación, alevosía, ventaja y coartada. En su opinión, los condenados deberían morir en un ambiente agradable, no ante un muro pelado sino frente a una televisión. Repito, una televisión. Puestos a imaginar tanta piedad, no sería mala idea que uno de los botones del control remoto inalámbrico echara a andar el mecanismo de la inyección letal. El botón de apagado, por ejemplo.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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