Xavier Velasco
Hoy es un día especial: acabo de imprimir mi primer pase de abordaje. Tras dos intentos infortunados -el segundo de los cuales me hizo perder un vuelo- consigo la pequeña proeza y atesoro las hojas de papel como si fueran un legítimo diploma. Con ellas en la mano, puedo ir por la vida temporalmente libre de la vergüenza, por tantos compartida, de ser un poco analfabeta informático. Cosa muy grave hoy día, cuando la funcionalidad de las inteligencias naturales se mide por su capacidad para relacionarse con las artificiales. Antiguamente, un hombre se envanecía cuando sabía hablarle a una mujer; hoy esa vanidad proviene del manejo sabihondo de los gadgets, con sus debidos widgets.
Pocas cosas nos satisfacen tan íntimamente como merecer la obediencia de un artilugio. Oprimir los botones adecuados, tras una cuidadosa lectura del instructivo que nos permite hablarle al aparato en su idioma natal. Si a la recepcionista había que caerle bien, aquí sólo es preciso mecanizarse. La máquina se siente halagada cuando advierte que hace uno el esfuerzo, aunque es cierto que abundan esas electrozorras decididas a hacerlo a uno sufrir con la irritante hipótesis de que es un imbécil. Esta vez, sin embargo, he puesto a tres esclavas digitales de acuerdo. La Macbook se entendió con la TimeCapsule, que a su vez supo hablarle al oído a la LaserJet. Entre las tres me han dado un pase de abordar, y además he cambiado de asiento e ingresado mi número de viajero frecuente. Wow.
Habrá quienes ya lo hagan desde hace años, pero esta suerte de mezquina y ordinaria satisfacción tiene la cualidad de refrescarse nada más acontece. Se siente uno el primer ser humano en conseguirlo. Un pequeño click para un hombre, un gran trrrrrrrrrrrrrrrr para el engranaje de la Historia. Dirían los clásicos, welcome to the next level. En adelante el nuevo paso dado será integrado a la diaria cabalgata mecánica que me mantiene a tono con el mundo exterior. Habrá que consumar nuevas proezas personales, como pagar el teléfono online sin que luego me corten la línea, o entenderme por fin con el Automator, un programa creado para mecanizar por su cuenta los trabajos que hasta hoy suelo hacer a mano limpia cada vez que me enfrento al monitor. Sigo adelante con este vicio nada original de mirar al futuro como un mundo integralmente automático donde la gente se lavará los dientes por bluetooth.
Ante la imposibilidad de entenderse con todos los robots, es preciso valerse de cuando menos uno que opere como intérprete frente a los suyos. Alguien que nos traduzca del venusino al chino, que ya sería ganancia, y que de hecho se ocupe de todo. Que pague las facturas y los impuestos, que cobre los recibos via swift, que acose a los deudores morosos y en caso necesario envíe unos matones a poner negros esos números rojos. Que se haga responsable, vamos. Incluso y sobre todo cuando el dueño no lo es.
Aunque claro, son muchas las frustraciones. Cada una de las nuevas victorias oculta una tortuosa hilera de tropiezos, que sin ellos el triunfo excepcional parecería tan pequeño como en realidad es. Y eso a nadie le gusta, a estas alturas. Prefiere uno gratificarse fácil y en silencio, aunque siempre cae bien contarle a quien te escuche que acabas de imprimir un pase de abordaje. Sin ayuda y por WiFi, convendría añadir.