Xavier Velasco
Creo firmemente que las condiciones en las que uno escribe determinan también la forma de lo escrito. Nunca será lo mismo escibir con teclado electrónico que en uno mecánico, ni hacerlo echando mano de la pluma fuente que de un procesador de palabras. El ritmo es diferente, tanto como la percepción del espacio y la manera de abusar de él, entre otros ingredientes poco o nada tangibles. Lo mismo pasa durante las distintas horas del día o la noche, una cosa son los fantasmas tímidos de una tarde nublada y otra muy diferente los demonios que llegan detrás del crepúsculo. Me horroriza la idea de tener que escribir una novela de noche, cuando el tiempo es elástico y campea una inquietante sed de abismo.
De noche es más sencillo destruir, como que uno se arrima fácilmente a los límites. Ya solamente el timbre del teléfono -inesperado después de las once, extravagante pasadas las tres, asesino a partir de las cinco- constituye un evento perturbador, por no hablar de cada una de las especies, casi todas escasamente fotogénicas y de hecho espantosas, que tradicionalmente merodean la noche, cuando las sombras crecen y cualquier ratoncillo nos arrebata el sueño. Lo abstracto cobra forma y dimensión, lo concreto se pierde entre las sombras. Las librerías deberían incluir un estante dedicado a la escritura nocturna. Cualquiera sabe para qué quiere un libro hecho de noche. Dirían las abuelas: para nada bueno.
De día se da uno lujo de albergar toda suerte de ideas constructivas; de noche, en cambio, las guapas son las abismales. Ideas crudas y ácidas, que no obstante a la vuelta de algunas horas de sueño quedarán listas para cocinarse al sol. Pero uno a veces las consume de noche, al tanto de que entonces son tóxicas y contraproducentes. Puedo ejercer algún control dictatorial sobre las parrafadas diurnas -que suelen ser alegres, despreocupadas y optimistas- que las nocturnas nunca aceptarían, toda vez que son broncas y voluntariosas como un toro reacio a ser cabalgado.
Puedo contar con la lealtad del mediodía y esperar razonablemente un cierto porcentaje a mi favor de mañanas y tardes soleadas, pero la noche suele mudar de opinión. Hoy se alía con el romance, mañana con el desengaño, la semana que viene con el dolor de muelas. Pero uno así la quiere, y hasta se cuelga de ella para apelar a instancias tan remotas como las invocadas por Rita Ribeiro con tal de contraer el sortilegio ansiado y lanzarse a escribir macumba abajo, abriendo de repente las puertas que no debe por el puro placer de desafiarse.
Las palabras no suelen ser inocentes, ni inofensivas. Menos aún cuando las pronunciamos bajo el sortilegio ancho de la noche, creyendo ingenuamente que su huella se borrará con el arribo protector del alba. Menudean los guiños de la luna que el sol es incapaz de descifrar, tanto como esos ecos que se nos alejan con el solo propósito de regresar después, como el vampiro vuelve por el cuello querido. "Oigo ruidos", solía gritar de niño, a media madrugada, cuando me despertaba temiendo que viniera el hombre lobo por mí. Hoy día escribo alimentando la esperanza de que disculpe aquellos despropósitos y acuda a los llamados de mis palabras. Con lo ocupado que andará, el pobre.