Xavier Velasco
Todo viaje supone un acto violento, acaso más aun cuando interviene la higiene chapucera de los aeropuertos, donde rara vez hace frío o calor y a nadie importa mucho si es de día o de noche. Adoraría poder ir y volver entre París y Praga sobre cuatro ruedas, pero las compañías arrendadoras no permiten cruzar en sus vehículos las antiguas fronteras de la cortina de hierro, con excepción tal vez de lo que fue la Alemania soviética. “El oriente comienza en Polonia”, solía decir Hitler con su enjundia palurda, y por lo visto no hemos terminado de contradecirlo. Ahí están los neonazis checos, programando una marcha para el próximo domingo y resueltos a recorrer el barrio judío, no exactamente para pedir perdón de rodillas, como esos pordioseros praguenses que se tumban a la mitad de la calle con la cara mirando hacia el piso y ambas manos alzando un bote con monedas.
Nadie ha pujado tanto como los checos por conservarse occidental. Si Kundera acabó escribiendo en francés, sus compatriotas jóvenes se han aferrado al inglés como a una ventana con vista al universo. Todavía hace cuatro años sentí que descubría una joya escondida, y ahora no tengo duda de que vengo saliendo de una ciudad enteramente cosmopolita. Pero extraño las ruedas, y hasta lamento haberme dejado vencer por el frío, quebrantando con ello la decisión romántica de rentar una bicicleta, aunque hallando consuelo en la ilusión de volver otra vez durante algún verano. No quiere uno acabar de dejar Praga, pues por más que se le hayan hinchado los pies recorriéndola le queda la impresión de que mucho ha faltado. Nada que no suceda en Londres, París o Nueva York, aunque el punto es que salgo de Praga hacia París con tan poco entusiasmo que sería feliz de pedirle al taxista que diera marcha atrás y me librara de la Ciudad Luz para dejarme en esta capital de sombras a seguir viendo descender el nivel de mercurio en el termómetro.
Otros, más previsores, llaman al aeropuerto para saber si el vuelo saldrá a tiempo, pero a uno lo domina la inquietud de la puntualidad, que en su caso es batalla perdida de antemano. El resultado es que sigo tendido en el piso, sin frío ni calor pero aún tenso, rodeado por una cuarteta de bultos que aún no sé si podré subir al avión, mirando la pantalla donde se anuncia una hora de retraso que bien pude pasar con guantes, orejeras y gorro, en una deliciosa última caminata por los meandros en torno a San Wenceslao. Lo dicho: dejar Praga parece nada menos que una atrocidad. Debe de haber adentro del cerebro un hooligan decidido a sacarme a empujones de aquí. Y lo peor es que va a conseguirlo. Sin frío, sin calor, aunque no sin Kundera y su Jaromil: “La ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”.