Xavier Velasco
La princesa y el dragón.
Por más que desde el título parezca que deliro, esta historia comienza en 1987. Aquel verano realicé dos hazañas que con el tiempo me cambiarían la vida: 1. Rescaté a una princesa y 2. Fundé una editorial. No obstante las provincias elegidas para la cristalización de sendas proezas —el cosmos chocarrero de la virtualidad, pues lo primero lo logré en el Nintendo y lo segundo en tierras especulativas— cierto es que desde entonces poco o nada permaneció como antes.
El maremoto íntimo ocurrió cuando vi por primera vez a aquel animal negro que escupía papel perfectamente impreso, enviado de sabría el demonio dónde. Sin al menos un crucifijo que plantarle, me atreví a preguntar, con esa timidez que le pega al chilango cada vez que se teme ranchero del mundo, qué clase de reptil eléctrico era ése. Un telefax, me informó con orgullo hi-tech la recepcionista de esa oficina, que ya a mis ojos calificaba para locación probable de Blade Runner II.
—¿Sueñan las máquinas de fax con impresoras en brama?
Así me pareció, a primera vista. Si me hubiera propuesto tratar de seducirla, seguramente habría acosado menos a la recepcionista, que se aburría ya de aleccionarme. Pero yo precisaba saber más, algo tenía que haber detrás del esperpéntico animal que era capaz de enviar o recibir un documento entero a través de la línea del teléfono. Tan poderosos fueron el asombro y el entusiasmo iniciales que tardé unos minutos en reaccionar: ¿quién más, después de todo, tendría un aparato como ése? ¿Cuántos años faltaban para que lo normal fuera enviarse las cosas por ese telefax que, mínimo en teoría, le cambiaba la vida al mundo entero?
En teoría, seguí craneando hasta la alta madrugada, el telefax es una máquina de publicar. Podía seleccionar a mis lectores y enviarles cada escrito a su casa. Ahora bien, hacía falta ubicarse. En la segunda mitad de los años ochenta la gente no pensaba en recibir papeles raudos a domicilio. Nadie andaba con laptops cargando, y ni aun con teléfonos. El trabajo era estrictamente sedentario y la gente tenía que arreglárselas con veinte o treinta megas en el disco duro. Con alguna paciencia, según me haría saber un vendedor de artículos electrónicos, en cinco años cualquier computadora casera (ya las habría entonces en las casas) recibiría faxes. La idea estaba lista, el mundo no; tenía media década para ponerle ruedas al concepto.
—¿Qué fue primero, el fax o la rueda? —a Afrodita la mata el low-tech. Si quisiera librarme para siempre de ella, bastaría con hacerme de un tocadiscos.
Para quienes, por mera juventud, son incapaces de imaginar un mundo así de primitivo, he de añadir que ya existía entonces el invento más revolucionario desde la creación de la primera copia fotostática: el cut-and-paste. La posibilidad de reubicar renglones, párrafos y parrafadas, tanto como clonarlos ilimitadamente, alteró para siempre las reglas del juego. De entonces para acá, no recuerdo haber vuelto a conjugar la abominable expresión "pasar en limpio".
—¿Y la princesa?
—Ignoro qué fue de ella. Una vez que maté al cuarto dragón del octavo castillo, la dejé sana y salva y regresé a mi vida, invadido de esos curiosos ímpetus que hacen al vencedor de un videojuego vanagloriarse frente al porvenir.
—Las aventuras de Onán el Bárbaro.
—Tal vez el pobre Onán se habría hecho de una fama mejor si alguien le hubiera dado otro juguete.
—Uno con cut-and-paste, salido del Nintendo.
—Tal cual. ¿Cómo iba a imaginar que al paso de cinco años tendría entre mis manos un animal así?
—Suena como saltar de niño a púber. Y usted pensaba mandar sus historias… ¿por fax? ¿Una por una?
—Era lo que había. Pensé también en distribuir diskettes.
—¿Y a eso le llama usted Fundar Una Editorial?
—Por supuesto, pero bajo la condición de construirla en el más libre de los territorios.
—¿O sea en mi mero pueblo?
—A unas leguas de ahí, todavía en la comarca autónoma de la imaginación. Lo importante no era ver la imprenta, sino saber que ya contaba con ella. Decir: "Un día de éstos voy a publicarme".
—¿Y si no salía cierto?
—Los émulos de Onán viven felices sin exigirle a nadie que sus divagaciones se hagan realidad.
—Como dicen los gringos: Be my guest.