Xavier Velasco
—¿Qué le vas a ir ver a Barack Obama? —traté por última vez de sonsacar a Roncagliolo, que como yo dormía esa noche en Miami y de seguro se iba a aburrir.
—No es que lo quiera ver, es que voy a contarlo en el blog —respondió terminante, impelido por una debilidad paternal que hasta esa tarde no le conocía. Tampoco sabía entonces que no puede uno ir por ahí de noctámbulo impenitente cuando no sabe aún qué le dará esa noche de comer al blog. A casi un año de aquel no-suceso, heme aquí alimentando a ese mismo animal, con celo de progenitor primerizo y un extraño entusiasmo que aún no sé explicar.
A otros les gusta hablar de grupos, generaciones y mafias literarias. Con el autor de Abril rojo y otra ciudadana multinacional cuyo nombre me guardo por respeto al suspense, hemos formado alguna suerte de sociedad secreta cuyos fines son hasta hoy antes indecorosos que literarios —es decir, son profundamente literarios— pero quizá ni eso sea suficiente para dejar al blog chillando de hambre mientras uno se funde con la noche cómplice. Ahora mismo me privo de ir al barrio de Lapa, donde habrá de cantar Paulinho Moska, sólo para que el blog no se quede con hambre de aquí a mañana.
Ayer, durante una presentación en Leblon con Claudia Piñeiro, alguien nos preguntó si nuestros libros ayudarían a cambiar a la sociedad, y los dos coincidimos en señalar que con trabajos alcanzarían para modificar nuestras vidas. Pues uno escribe o lee también para eso: le urge que algo cambie desde adentro, así sea por un par de minutos. Y he aquí que la escritura diaria del blog, igual que la novela, no permite seguir con la vida como era, y de hecho coloniza arteramente el coco de quien se ha decidido a practicarla. Si armar una novela nos hace taciturnos, escribir diariamente en una página web exige un compromiso francamente neurótico. ¿Cómo escribir, no obstante, sin alguna neurosis que nos respalde?
Tengo que dejar Rio a media madrugada —de lo contrario ya estaría en Lapa— y lo peor es que Roncagliolo llega mañana. “¡No te largues, haz algo!”, me insistió por escrito, pero lo cierto es que hace una semana que la novela no prueba bocado y eso no puede ya seguir así. Se hace uno la fama de vago y de farol de la calle y a la hora de probarlo se comporta como una carmelita descalza. ¿Qué va a hacer aquel pobre muchacho solo en tierras cariocas, sin un cómplice que le ayude a investigar los efectos de una semana de cachaça diluida en caipirinhas? Me parte el alma, pues, pero es preciso dar de comer a las fieras.
Bien visto, este espacio es también el principio de una suerte de sociedad secreta, sostenida en una complicidad de la que apenas se habla, porque no hay ni con quién. "¿Cómo va el blog?", me pregunta mi padre, sin saber bien a bien sobre qué me pregunta porque nunca en su vida ha blogueado. Y lo cierto es que todo este asunto me intimida, pues me recuerda aquellos momentos infantiles en los que mis mayores me pescaban hablando solo y sentenciaban que iba a volverme loco. ¿Qué hace al fin quien escribe, sino hablar solo? ¿Qué otra prueba tiene uno de que aún no merece la camisa de fuerza, como no sean las notas ligeramente anónimas que aparecen al pie de sus escritos?
Son ya casi las once de la noche y la oficina de los autos rentados va a cerrar a las doce. Tendría que empacar y salir disparado hacia el insigne aeropuerto Jobim, pero me deja con la conciencia intranquila sospechar que la fiera todavía no da cuenta del postre. Dejo para el efecto un par de enlaces, correspondientes al espectáculo que a estas horas tendrá que ir por ahí de la mitad. Ojalá el animal no se quede con hambre…
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