Xavier Velasco
Cuando un camión transporta dinamita, lleva invariablemente un aviso de peligro. Si en un cierto lugar de trabajo se guardan materiales radiactivos, nunca falta uno o varios letreros de advertencia. Si acaso una botella contiene veneno, la calavera en la etiqueta se encargará de hacerlo tan claro como pueda. ¿Quién alerta, no obstante, al dichoso infeliz que en mala hora le tocó hacer lo suyo con trozos de materia emocional? ¿Quién previene a cada uno de los incautos que sin más profilaxis le hacen compañía?
Según las estadísticas, existe una dramática incidencia de suicidios entre los dentistas, la más alta entre todas las profesiones. Por más que los villanos se rían a carcajadas en extreme close up, nadie es del todo inmune al contagio del dolor causado. ¿Qué hace un endodoncista luego de abrir canales en siete muelas, llegando cada vez al nervio traicionero cuya mera anestesia se percibe en principio como rauda estocada en la entrepierna? Si uno sale del consultorio deseando sepultar esa hora de vivencias difíciles, el dentista se queda a seguir adelante con la carnicería. A sufrir, que es lo suyo.
Desde niño creí que ganchos, pinzas, abatelenguas y el resto la parafernalia que se juntaba sobre la charola metálica no podía ser menos que una colección de refinados instrumentos de tortura; hasta que padecí el primer dolor de muelas y me pasé dos noches añorando al dentista con los ojos llorosos. Pensaba, de igual forma, que un narrador tenía el majestuoso poder de hacer sufrir o gozar a los personajes de acuerdo a su capricho más arbitrario, y además con la mano en la cintura; hasta que descubrí que un escritor impune es un tipo aburrido hasta para sí mismo, y que sólo quien tira los dados junto a los personajes puede salvar la historia y el pellejo.
Trabajar con materia emocional equivale a vivir en un tobogán de espirales violentas e interminables, y lo que es peor: aficionarse a ello. Intenta uno lidiar con el mundo exterior simulando que adentro no pasa nada, al tiempo que pelea cuerpo a cuerpo con los monstruos que intentan salir a empujones. Nadie cuya materia de trabajo sean las emociones intensas y constantes puede evitar que monstruos y demonios se le reproduzcan sin control ni concierto, para luego crecer hasta, eventualmente, usurpar su lugar en el momento más comprometido. Pocas cosas encuentro tan vergonzosas como verme obligado a dar la cara por lo que unos demonios hicieron en mi nombre, con frecuencia impulsados por emociones vicarias y espurias que al volver la cabeza son ya las mías.
Si, tal como sospecho, los personajes de una historia en proceso tienen vida propia y existen más allá de la opinión de quien los trajo al mundo, no dudo que los míos me contemplen con una desconfianza equiparable a la que siente el niño frente al dentista. Es más, yo en su lugar me temería lo peor, miraría a la pluma y al tintero como el paciente que de lejos se asoma a la charola tapizada de tirabuzoncitos cuya misión es arrancar los nervios de cuajo. ¿Qué vas a hacerme ahora?, preguntaría con la voz temblona y las palmas mojadas, maldiciendo la suerte que me llevó vivir en ese mamotreto insoluble -toda novela lo es, mientras no está completa- bajo la férula de un incubador profesional de monstruos y demonios infumables.
Yo no sé decir qué quiere decir lo que voy a decir, afirma la canción-romance cuya entrada parecería describir el momento en que el narrador enfrenta a los primeros demonios del día y todavía cree, conmovedoramente, que al terminar sabrá lo que estuvo haciendo, cuando los materiales propios de su trabajo apenas le permiten decir cómo se llama, no así dónde termina su existencia y comienza la de sus monstruos y demonios.
Intenta uno dejarlos en la casa, guardados bajo trancas y cerraduras subsecuentes, pero encuentran la forma de escaparse no bien una emoción intempestiva se cruza en el camino. Y aquí están, recordándome que narrar es un acto de amor con varias endodoncias involucradas y ni una sola gota de anestesia. De aquí a que me lo arranque, pobre de quien me toque el nervio susodicho.