Xavier Velasco
Todos fuimos alguna vez devotos de una pasión así, y hasta en cierto momento encontramos orgullo en que por ello nos pensaran idiotas. Creíamos, y algunos aún creen, que esa suerte de terca languidez en que nos sumergimos por su causa tiene o merece el rango de estado de gracia. De ahí a temerla musa insustituible hay apenas distancia, quizá por esa música de flautas desangradas que con frecuencia repta detrás de ella y le da al día un aire de antesala del patíbulo, ideal para entregarse a los deleites íntimos del automenosprecio. Es chantajista, cruel y atorrante, pero se piensa sexy cuando escucha su nombre entre las otras pasiones tristes.
La pasión triste se alimenta a menudo de sí misma, toda vez que desea aquello que no puede, ni pudo, ni podría tener. Y si un día lo obtuviera, contra todo pronóstico y a pesar de la lógica del autoboicot, es seguro que haría lo imposible por destruirlo. La idea es apostar a perder, fabricar más de esa tristeza sólida y pesada que permite al usuario apasionarse por lo que le hace daño. Tropezarse, cortarse, lastimarse, luxarse, para que quede claro que es el mal fario quien tiene la culpa. Creer en cualquier cosa menos en uno mismo y aprender a hacer chistes ácidos al respecto, como lo haría quizás un pariente insidioso.
La pasión triste se parece a un cobertijo repleto de lluvia, impermeable a los días de sol y aun así extremadamente cómodo. Mal podría uno arriesgarse ya a nada cuando desde el principio elimina la posibilidad de ganar y halla en ello coartada para irse tan abajo como pueda. ¿Cómo no va a ser cómodo vivir acurrucado en la certeza de la incomprensión ajena, que es uno de esos sentimientos fáciles que se encuentran por miles a la orilla del río? Desenredarse de una pasión triste significa tener que hacerse cargo de asuntos previamente asignados a la fatalidad.
Decía Carlos Drummond de Andrade que al fracasado le asiste el derecho de considerar que fue la sociedad quien fracasó. Algo similar piensa el triste apasionado, que encuentra a la alegría de los otros árida y deprimente como la agenda de un condenado. Por eso necesita que lo compadezcan, se ha propuesto llevarlos de paseo por el sótano anímico que tan bien conoce. Se compadece de ellos cuando observa que quieren ayudarle, los muy ingenuos no han considerado que las pasiones tristes se avergüenzan de recorrer cualquier camino que no lleve hacia abajo.
Cultivar una o más pasiones tristes es asumir el riesgo de acabar coqueteando con el espejo desde la orilla del escenario. Uno a veces se cura de las pasiones tristes sólo para no hacer el papelón, si bien a veces la mejor medicina consiste en aplicar una nutrida salva de soplamocos. Hay quien piensa que son un mal endémico, pues si hoy me burlo de ellas cualquier mañana me veré en sus manos. De otra manera ya me habría quitado esa manía enfermiza de compadecer a los libres de locura igual que a un discapacitado sin terapia.
Imposible seguir: recién amaneció. Sobre el balcón relucen ya los primeros reflejos del sol, habría que ser un infeliz supino para perseverar en la penumbra. Se oye un largo murmullo de pájaros afuera. Una canción-caricia me recuerda que el romanticismo no es una pasión triste.