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Los hombres son PC, las mujeres son Mac

Por 20 de agosto de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Siempre he tenido algo en contra de la palabra orden. Ya sea en su variante femenina, que incita a la obediencia irreflexiva, como en la masculina, que asume al otro como subordinado, el término me es en primer lugar antipático. Especialmente en toda su pureza, la mera idea de una orden o un orden absolutos suena tan escabrosa como los quince yuanes que cobra el gobierno chino a la familia de cada ajusticiado, correspondientes a la bala empleada en el empeño. Y no es que no quiera uno tener su casa, o su escritorio, o al menos su buró en perfecto orden, o siquiera en cualquier especie de orden; tampoco me disgustaría que los meseros trajeran siempre lo que uno ordenó, pero tanto las órdenes como los órdenes presentan toda suerte de fisuras. ¿Para qué, por ejemplo, iba uno a hacer un blog, sino para tratar de abrir una de esas rendijas?

—Mira, Cariño, yo estoy completamente de acuerdo en que un escritorio ordenado es signo claro de una mente enferma, pero de ahí a creer que las horas que pasas buscando cosas que otros encuentran en segundos no afectan gravemente tu salud mental, hay un trecho como el que va del dicho al lecho.

  —De eso se trata, a veces. La razón también sirve para perderla. Juega uno a jugárserla, como cuando de niño se balanceaba colgado de las últimas ramas de los árboles, sobre todo si sus mayores le habían ordenado lo contrario. Como dice la canción de Liliana Felipe: Porque no puede ser sano lo que nunca se ha podrido…

  —Psst, psst, hazme caso, Sweety. ¿Ya te asomaste al refrigerador? Hay más frutas podridas que latas de coca-cola, y eso es tanto como decir que ya no cabe ni una coca-cola. ¿De verdad crees que le haga daño a la novela echar a la basura los duraznos de abril, por decir algo? ¿Perderían intensidad los nuevos párrafos si mínimo una de cada tres veces pagaras el recibo del teléfono antes de que nos corten el servicio? ¿Sabes qué porcentaje de razón se recupera luego de tanto haberla perdido? —se enciende una luz roja intermitente: amenaza la musa con volverse esposa.

  —Sólo recuerda que oficialmente tú no eres tú, sino un disturbio de mi personalidad. Si mi cabeza estuviera en perfecto orden, tus encantos serían invisibles. El solo hecho de sostener ahora mismo una conversación contigo me aparta radicalmente del orden del mundo.

  —Un orden bien imbécil, Schatz, si admites la opinión de una fuereña. ¿O sea que te apartas del orden del mundo cada vez que te paras a hablar con un perro? ¿No es posible tener un pie cómodamente instalado en un mundo y el otro en otro, y ya? ¿Por qué los hombres sólo pueden pensar en una cosa al mismo tiempo? ¿Es problema de hardware o de software?

  —No puedes entenderlo. No es un asunto de configuración, sino de plataforma. Nuestros mutuos sistemas operativos se comunican sólo primitivamente, lo cual no necesariamente es un problema grave. A la gente le basta con eso para aparearse, unirse y procrear.

  —Explícame primero los duraznos de abril.

  —¿Ya entiendes por qué digo que no lo entiendes? A una Mac no le puedes explicar para qué quieres un mouse con dos botones.

  —Que ya en la realidad equivaldría a una rata con cinco patas.

  —Las mujeres preguntan encantadoramente por dónde está el camino, uno tiene antes que eso la dignidad de perderse.

  —Antes de que termine de imponerse la falosofía sobre la razón, y ya que has mencionado el tema de tu personalidad perturbada, Mi Cielo, déjame preguntarte: ¿no será todo este discursillo sobre el orden, las órdenes y tus desórdenes un signo de la angustia de quien vive con una Mac y una PC, cada una peleándose por acaparar sus obsesiones?

  —Súmale a eso una musa, dos cuadernos y un intento de vida personal.

  —A mí tendrías que ponerme de tu lado, Querido. ¿Cómo sabes que no soy yo el orden que te espera al final del desorden?

  —¿Y cómo sé que no obedeces a la orden de ordenarme como a un ordinario?

  —¿Qué tiene tu desorden de extraordinario?

  —Que está secretamente ordenado.

  —De eso ni te preocupes: nadie se va a enterar.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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