Xavier Velasco
El problema no es tanto temerse, con o sin Rimbaud, que "yo es otro"; una sospecha en teoría preocupante que en la cínica práctica puede reconfortar al irresponsable. Total, si yo es otro a mí qué cuentas quieren ya pedirme. El verdadero lío sale a escena cuando no puede uno ya ocultar que yo, lo que se dice yo, somos quién sabe cuántos, y que todos mentimos al unísono cuando osamos decir por intermedio de mis labios que yo soy así. ¿Así cómo? Como en ese momento se nos antoje a todos, o a la mayoría, o inclusive a esa minoría tramposa que habla en nombre de la manada entera -esto es, en el mío- cuando los demás duermen. O en fin, dormimos.
Nunca sé bien de qué lado estoy, y desde ya concuerdo con los quisquillosos en que al menos durante los presentes párrafos debería evitar, por mera congruencia, el empleo de una primera persona del singular a la que he descalificado, por argüendera. Tomando, sin embargo, en cuenta que no soy un político, ni tampoco lo somos cualquiera de nosotros, puedo o podemos ser tan incongruentes como a mí se me pegue la gana, porque al cabo no creo en las ganas colectivas. Si ellas fueran posibles, nada habría más sencillo que ponerse de acuerdo consigo mismo en los temas de suyo divisivos, como sería, digamos, la relativa urgencia de sacudirse un vicio pernicioso. No todos dentro de uno quieren corregirse, y tampoco es cuestión de aceptar el chantaje de los edificantes, que en mi opinión son un hatajo de mustios. ¿En opinión de quién, perdón? Mía, he dicho, y al que no le parezca que se joda.
Gobernarse es tan fácil como poner al mando del propio destino a las versiones más sensatas de uno mismo, o tan difícil como lograr que el resto se deje mangonear por una minoría más risible que graciosa. Sé que es una opinión sesgada y hasta injusta, pero esas cosas pasan cuando se es gobernado por los menos y se vive a la orilla del golpe de estado íntimo. No es que no aprecie uno los dividendos que en ciertas coyunturas estrictas y puntuales rinde la sensatez aplicada a los propios intereses, sino que rara vez puede o quiere evitar que tales intereses resulten naturalmente insensatos. Se entiende así que nadie entre los que aseguran ser yo y firmar en mi nombre sepa con precisión para quién trabaja. ¿Debería asustarme descubrir esta brecha profunda y escarpada entre lo que intentó expresar mi gobierno y lo que terminó coreando mi oposición?
"No sé qué me pasó", alega uno luego de haber dejado el poder en manos de los radicales más exaltados, como aquellos que llevan al infeliz yo a casarse en Las Vegas con la primera tercera persona que se le cruza. Las prisiones normalmente están llenas de gente que no sabe muy bien qué le pasó. Media, afirman, distancia entre sus intenciones y sus hechos. Fueron pero no fueron ellos, sino los otros, que además son muchos. ¿Qué sería, en estas circunstancias, el homicidio en defensa propia sino un linchamiento espontáneo, desesperado y unánime? Tomo distancia y pienso: No es cierto, yo soy yo. Uno es su propia y ciega dictadura. Algunas noches, luego del toque de queda, salgo a cazar a aquellos yos furtivos que no aceptan plegarse a esa voluntariosa voluntad que párrafos atrás atribuí a una multitud balcanizada y ahora centralizo con absoluta y terminante intransigencia.
Siempre es así. Todos quieren hacerlo a su manera, se atropellan para imponer su punto de vista y al cabo convencerme de aplicar el párrafo final que cada uno imaginó, y en este punto lo único que puedo aplicar es la ley del látigo. De uno en uno, del uno al treinta y nueve. Una vez sofocada la rebelión, sigo adelante como si fuera yo uno y no una manada. Cuando menos espero que lo esperen, meto el freno y apago el motor. Señores pasajeros, ya llegamos.