Xavier Velasco
Afrodita volvió precedida por su habitual puntería: corrían los mejores treinta minutos de la semana cuando se deslizó y acurrucó a mi lado, bajo las sábanas; gesto provocador al cual contraataqué con una larga salva de silencios. Pero era un gran momento y ella así lo entendió, de forma que los dos nos sumergimos en un sigilo a coro tan perfecto que ya sólo fue interrumpido por progresivas risotadas en estéreo. Uno puede aceptar e incluso saborear el llanto sin compañía, pero las carcajadas vale más compartirlas, por aquello del feedback. Siento un respeto limitado por el llanto (arma de chantajistas, frecuentemente), no así por la risa (que es libre y no se deja fingir). Por lo demás, arreglar un entuerto con lagrimitas es empeño tardado, costoso y fatigador, sobre todo si se compara con la eficiencia de un par de carcajadas coincidentes que se retroalimentan mutuamente.
La mejor media hora de la semana la pasamos delante de la televisión, en el silencio ya reverencial de quienes abominan la idea de perderse siquiera dos palabras de Flight of the Conchords, un evento tan raro como la perspectiva de reírse a solas frente a la pantalla y de un momento a otro descubrirse cantando junto a los personajes. Que a todo esto no son personajes, sino músicos reales interpretándose a sí mismos a partir de una idea ficticia, aderezada con un par de canciones por programa: clásicos instantáneos y contagiosos cuyas solas letras hacen especialmente antipática la idea de morirse sin escucharlas. "Eres tan hermosa que podrías ser una mesera; eres tan hermosa que podrías ser una sobrecargo en los sesentas; eres tan hermosa que podrías ser una prostituta de categoría", rezaba el hit romántico del primer capítulo.
Flight of the Conchords es originalmente un dúo de músicos neozelandeses, Jemaine Clement y Bret McKenzie, nominalmente adscritos al folk pero capaces de parodiar cualquier cosa, pertrechados por sendas guitarras, ante un público que apenas tiene tiempo para guardar silencio entre una y otra risa. Partiendo, pues, de su exitosa rutina escénica y radiofónica, Jemaine y Bret se reinventan en dos personajes misérrimos y patéticos que cargan con sus mismos nombres y sobrenombres —Hip-hopopótamo, Ritmoceronte— y sobreviven como virtuales parias en Manhattan, armados de bajísima tecnología y presupuestos rara vez mayores de tres dólares. Vemos así a la banda de dos pasando lista ante una computadora casera de los tardíos setenta o grabando su primer videoclip con la cámara de un teléfono celular. Pero no hay que engañarse: las letras son veneno y los dos que las interpretan son tan buenos cantantes como actores. Perdedores de extremo a extremo de la pista, los personajes de Jemaine y Bret se desquitan de las diarias humillaciones —las mujeres los tratan como a leprosos, no sin motivos amplios y cumplidos— con líneas del más puro nihilismo hi-tech: "Es tan cachonda, la perra, que me está haciendo sexista." "¿No sientes frío allá afuera, Bowie? ¿Empleas tus pezones puntiagudos de antenas telescópicas para transmitir datos a la Tierra?"
—¿Te digo algo, Cariño? —me gusta el nuevo estilo, entre amenazador y complaciente, como es característico en las musas triple A —Hace tiempo que no me hacía fan de nada. Y hace más todavía que la vergüenza ajena no me simpatizaba tanto. Sólo tengo una leve objeción: los pelmazos no son así de encantadores.
Mel, se llama la única fan de la banda de dos. Está casada con otro perdedor, carece de la mínima vida propia y los acosa de esquina en esquina, con una devoción que acusa sueños húmedos monotemáticos. Murray, el manager, otro neozelandés disfuncional, prefiere referirse a ella como Base de Fans, que al menos suena a algo más numeroso. ¿Quién más me garantiza media hora completa de reír, sonreír y canturrear, sin hacer ni pensar otra cosa porque literalmente no se puede? Hasta donde se sabe, Flight of the Conchords tendrá una duración de doce capítulos; nueve de ellos han sido ya estrenados y son de riguroso culto. Solicito, por tanto, a la piadosa muerte que si viene en camino se aguante tres semanas. Noventa minutitos, por vida del Señor.
—Amén, Darling —siempre soñé con una musa encimosa. Al cabo no la quiero por sincera, como por convincente.
Vídeos de pie de página
En concierto
Hip-hopopótamo vs. Ritmoceronte.
De la serie