Xavier Velasco
IV. Manzana mecánica.
Nos llevábamos bien, aunque a menudo nos entendíamos como salvajes. Me había acostumbrado a darle al Treo trato de prótesis, al punto de sentirme un poco manco y otro tanto rengo si llegaba a olvidar echármelo en la bolsa del pantalón. Cosa difícil para quien se ha habituado a no pisar la calle sin cartera y prótesis en sendos bolsillos. Primero fue la Clié, un juguetazo de aluminio con la pantalla grande y rectangular, más un teclado medianamente útil que entonces -el año 2002- permitía al usuario la ilusión de poseer una microlaptop, aunque ésta sólo consiguiera comunicarse con el exterior a través de modestos rayos infrarrojos. Todo lo cual llevaba a la necesidad de cargar con un tercer bulto desequilbrador, correspondiente al teléfono. Para llamar, tenía que tener un aparato en cada mano y coordinar los dedos tácticamente para no hacer las cosas al revés. Si no recuerdo mal, esos manejos me hacían sentir moderno.
Como un último síntoma de su lado flaco, a la Clié la perdí en la cabina de un teléfono público. Cuando intenté explicar, en la oficina de objetos perdidos del aeropuerto de Bilbao, cómo era el aparato que olvidé, preferí conformarme con el burdo genérico "agenda electrónica", antes que describirla como "inteligente". La habían descontinuado, además, con esa cara dura que suelen mostrar ciertos fabricantes para hacerle entender al usuario que la vieja vanguardia es la nueva chatarra… Por eso el novedoso Treo 650 fue recibido con bombo y platillo. Tenía pantalla corta y memoria limitada, pero a cambio servía para llamar virtualmente desde cualquier latitud y sabía conectarse por Bluetooth, entre decenas de monerías paralelas. No quisiera abundar en la adicción que llega a provocar un artilugio así, baste decir que aun a media consulta con el dentista seguía tirando bolas en el BowlingDeluxe.
Con todo, lo mejor era el teclado. Podía uno escribir en cualquier ocasión, a dos dedos pulgares: clic-clic-clic-clic-clic-clic. Bajabas del avión con el artículo hecho, sin cargar otro hardware que ese juguete gordo que igual servía para escuchar música que para almacenar las contraseñas o navegar por internet. Nada de esto se hacía a plenitud, y lo de internet constituía un derroche espectacular, pero aún así vivíamos un idilio. Creo que nos hacíamos sentir menos salvajes. Todavía al principio de esta semana me escuchó descalificar al nuevo iPhone porque "un teclado en pantalla nunca va a darte la sensación de las teclas físicas". Fue entonces cuando cometió el error de írsele a los madrazos a la MacBook, que desde su llegada es dictadora incontestable. Y el muy idiota se hacía llamar smart phone…
Empujado por el berrinche del usuario despechado, esa noche llegué hasta el sitio del iPhone, listo para fumarme entera la visita guiada de treinta y ocho minutos: una mezcla de infomercial y manual de instrucciones, a la cual asistí como a un subyugante cyberthriller. Valga decir: pescado del cogote. Descubrí luego la versión en español, y procedí a bajarla en formato para iPhone. Cuando el supuesto smart phone despertó, ya estaba yo firmando el contrato para armarme con el nuevo artefacto. Borrosamente aún, pero entendía ya que ese cambio de prótesis iba a traer consigo un diferente ritmo de vida. ¿O es que acaso una pata de palo es la misma con base de hule que con ruedas? Diez minutos después, el viejo chip del Treo jubilado latía en las entrañas de la Manzana Mecánica.
(Todavía no hacía la primera llamada, pero seguía con la boca abierta. Como es propio de todos los salvajes.)
Mañana: V. La llave de Yahvé.