Xavier Velasco
VIII. ¿Alguien dijo jaqueca?
Puede que cielo sea más inspirador, pero cierto es también que alguien dentro de uno resucita cuando al fin vuelve a ver el suelo. Caminar por la alfombra libre de trebejos, tenderse y retozar en ella con los canes, abrir los párpados para estrenar el miércoles y contemplar, todavía con pasmo e incredulidad, el paisaje del territorio liberado. Probar el viento fresco que sopla desde dentro del cerebro, asumir que hasta ayer cargué aquel tiradero sobre los hombros, preguntarme cómo lo pude soportar, recordar que uno siempre es más fuerte de lo que creía y sospechar, de paso, que poco o nada le fortalece más ni mejor que sus debilidades.
Una debilidad es como un personaje. Nos fascina, en principio. Le otorgamos confianza y crédito sin límite, como a ese nuevo amigo que se ostenta capaz de volar siempre gratis. La miramos crecer, embarnecer, engordar. Creemos por capricho o terquedad que es la misma de siempre y no se empeña en controlarlo todo. La soportamos y la defendemos, aun si ella persiste en ser ingrata y responde con esos golpes de soberbia que erosionan toda probable nobleza. Hasta que llega la hora de sacar el chicote, o la soga, o la espada, y mostrarle a ese coco quién manda en este coco.
(Coco: pocas palabras hay en tal modo compactas y versátiles. Una fruta, un árbol, una cabeza o un golpe en la cabeza. Coco es también la némesis a la que en teoría no podemos vencer; o el nahual invocado por las dominanas para espantar y extorsionar a los niños pequeños a su cargo; o el infeliz que se complace inhalando ese polvo antipático y prepotente sabiamente apodado caspa de Satanás. Es asimismo sobre la superficie frontal del coco que a los cuernos les gusta crecer, por no hablar de la inmensa cantidad de chamucos que caben dentro de él, cómodamente. No es, pues, casual que se abuse del término. Haber decapitado a uno o más nahuales, inclusive con lujo de sevicia, no lo exime a uno de la sabrosa tentación de volver a invocarlos. ¿O acaso serán ellos quienes se hacen llamar, tal como alguna vez se hicieron querer? Lo cierto es que ni muertos se hacen del rogar.)
Esta mañana, no bien di un paso afuera de la recámara amplia y despejada, noté que una manada de diablos rencorosos, a los que masacré durante la víspera, se lamía las heridas en las otras recámaras, donde el nahual del caos hace tiempo fundó sendas repúblicas, según él soberanas. Mismas que, según yo, quedarían despejadas días después; promesa tan dudosa como la inviolabilidad presunta de los Diez Mandamientos. Entre tanto, temíme, los nahuales mantendrían la recámara en riguroso estado de sitio, cada uno con decenas de monstruos habilitados como perros de presa.
¿Que esperaban? ¿Que huyera o corriera a postrármeles? Escapé, desde luego, pero no a la velocidad bastante para perdérmeles, sino a la suficiente para hacerme seguir por ellos como un flautista medio taciturno. Quería que creyeran que les temía tanto como a mí mismo, que al final soy el que los trajo al mundo. Salí, pues, al balcón, resuelto a acomodar la parafernalia. El tapete, la silla reclinable, la sombrilla por si salía el sol; luego el control remoto, la pluma, el cuaderno y un gin-and-tonic a manera de provocación, nacido de una mezcla macumbera de Tanqueray Ten con Bombay Sapphire. Una vez instalado frente al parapeto, con la barranca a un lado, la ciudad al frente y varios gangs de pájaros intercambiando trinos, procedí a oprimir play y subir el volumen.
(Es una canción vieja de Paul Williams, cuyo protagonista escribe una cantata, y para conseguirlo abre las puertas del coco a cada uno de los héroes y villanos que alguna vez ha sido. Demonios que me perturban y los ángeles que no sé como los vencieron: entren todos en mí ahora. Habré visto aquella película sobre el diablo plagiario, dirigida por el también plagiario Brian De Palma, un mínimo de diez veces. Las últimas, quizás, sólo por escuchar la voz chillona de Williams practicándose un lujuriante endorcismo.)
Los llamé uno por uno, con el coco repleto de trampas para osos y un orden por lo pronto impecable. Ya podía el demonio del caos resucitar, reproducirse, regresar equipado con los más variopintos semblantes, que llegando a mi coco enfrentaría tantas catapultas y ballestas como pelos tuvieran todos sus monstruos juntos.
"Nombrarlos es dominarlos", reza, según recuerdo, una línea de la novela de A.R.S. * que bastaría para explicar al propio tiempo la urgencia de invocarlos y la muy relativa utilidad de combatirlos. Aunque lo cierto es que, como espero que haya quedado claro, no los enfrento en nombre de un objetivo edificante y comedido, sino entregado a la quimera obsesiva de construir algo enteramente inútil y ojalá de algún modo indispensable. Algo superfluo como la cola de un demonio y elemental como su cornamenta. Algo igual de tramposo y casi tan temible. Algo que me permita echar abajo el mismo título de esta historia y no ser yo quien huya de los nahuales, sino ellos quienes corran despavoridos.
De siempre los conozco, hatajo de granujas. Son los mismos que merodeaban mi cama y me hacían gritar a media madrugada. Los que entraban por las rendijas del salón de clases, ávidos de lunáticos en ciernes, argonautas mentales y dispersos a ultranza. Los que después prendían fuego a la cama donde el deseo hacía huir al sueño y éste volvía trayendo a rastras al amor. Nahuales todos, claro. Vengan pues, ya les digo. Vengan y jódanme la vida a cornadas, confúndanse con cuantos querubines quieran, copulen aquí dentro de una vez, aterricen y atérrenme, que ese es el juego. Cuando ya no tolere la temblorina, tendré que deleitarme en degollarlos.
Epígrafe tardío injertado en epílogo.
"Cabe la posibilidad de que constantemente en las conversaciones más ordinarias que sostenemos, aparezcan pronunciados sus nombres; al enunciarlos sin saberlo, sin la voluntad de exorcizarlos, los estamos invocando, los acercamos a nuestra boca. Así pudiera ser que obsesiones como las del goloso, el lujurioso y el avaro se nutran específicamente, y a la callada, del solo hecho de hablar una lengua. Cabe otra posibilidad, más atroz, si es pensable: que una vez que conociéramos sus nombres, el lenguaje se suspendiera de una vez por todas, los demonios quedaran exorcizados y los hombres cayéramos en la mudez extrema por el solo hecho de que eso que llamamos la lengua hablada fuera simplemente la imposibilidad de nombrar a los demonios."
Jaime Moreno Villarreal, en torno a
* Los demonios de la lengua,
de Alberto Ruy Sánchez.
(Ilustraciones animadas a partir de las originales de Albert Dubout.)