Xavier Velasco
De niño, en los odiados días escolares, recibía como un festín secreto la noticia de una mañana lluviosa. Algo había en aquellos goterones que relajaba la rigidez de la jaula, o sería tal vez que semejante ambiente de excepción tenía un efecto analgésico sobre el ánimo de mis huesos encerrados. Nada me parecía más odioso, en contraparte, que cargar la mochila con el sol golgotesco de las dos de la tarde, como una cruz camino del cotidiano chasco de llegar a la mesa y quemarme la lengua con la sopa caliente, y encima de eso tener que acabármela. Pero todo se desquiciaba con la lluvia, y ya el tiempo pasado en cautiverio me había enseñado que ese desquiciamiento solía funcionar en mi favor. A los grandes como que les ganaba la prisa, de repente ya no era tan importante que las cosas se hicieran al pie de la letra. Un niño siempre sabe encontrar rendijas en la rutina de un adulto fuera de quicio. Y así es como la lluvia permitía que una mañana en el ergástulo casi se pareciera a un día feliz. Nada divierte tanto a un niño amurallado, cuya noción del tiempo es exponencialmente más ancha, como saberse parte de una rotura de la rutina.
—Déjame adivinar, Cariño: eras de los que hacían la tarea después de las nueve…
—Aproximadamente quince minutos antes de las nueve de la mañana del día siguiente, cuando ya mero había que entregarla. Era otra forma de romper la rutina.
—Y si por suerte era una mañana lluviosa, todo se desquiciaba y había más oportunidades de salirte con la tuya. Muchos llegarían tarde, el profesor entre ellos…
—¿Ya me entiendes? El sol, en cambio, es un verdugo industrioso. Cuando está granizando no te castigan media mañana parado a medio patio, saben que eso a tu edad sería como un premio.
—Lo que aún no terminas de explicarme es por qué ahora recibes con maldiciones, conjuros y blasfemias la llegada de un nuevo huracán, si al final el paisaje lluvioso te va a hacer el favor de recordarte los mejores momentos de tus peores años.
—Los aguaceros me hacen un holgazán. Si fuera profesor, sencillamente me quedaría en la cama, o en todo caso iría a trabajar sin emocionalmente salir de ahí. Ardería en deseos de decretar anarquía general y hacer una fogata con los pupitres…
—¿A media lluvia? ¿Con el avieso fin de incendiar todo el edificio desde adentro o con la idea piadosa de sofocar a muerte a sus ocupantes?
—Una de las claudicaciones que conduce al horror de maldecir lo que antes se adoraba tiene que ver con la costumbre triste de arder siempre en deseos de hacer lo que uno sabe que jamás hará.
—¿Por ejemplo, Querido?
—No me pidas ejemplos, Afrodita del Carmen, que bastantes ideas me da ya tu presencia.
—¿Me estás dando a entender que en ciertas circunstancias, contractualmente inaccesibles, podrías eventualmente celebrar la llegada de la lluvia con el júbilo de un sertanero bahiano?
—¿Qué tienen los contratos de seductores? ¿Por qué hay que firmar uno para sentirse a salvo del granizo? ¿No te da cierta pena comportarte como una virgen casadera?
—Mira, Mi Sol, voy a hacerte el favor de pretender que jamás escuché, ni olí, ni me enteré del asqueroso eructo que acabas de soltar en mi regia presencia. ¿O prefieres que asuma que te tapaste la boca y me pediste perdón de rodillas?
—Sabes bien cuánto me molesta que me eches abogados a la mitad de una conversación.
—¿Me has visto acaso pegando los pedazos de nuestro contrato, o siquiera salvándolos del basurero?
—¿Quieres decir que estás conmigo así, informalmente? ¿Por qué entonces insistes en apelar a documentos rotos?
—Por la misma razón que los adultos evitamos la lluvia. Me siento más segura disparando cláusulas, aunque no haya manera de hacerlas cumplir… —Afrodita da dos pasos atrás, sonríe con inédita timidez, pestañea y se enroca mirando en dirección al piso. Presiento que en cualquier momento va a granizar…