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El afán de ser fan

Por 20 de noviembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Es un hecho: el fan justifica las mierdas. Lo sé porque lo he sido media vida, y con cierta frecuencia me da por reincidir con desenfreno de recién llegado, afortunadamente por poco tiempo. Hay quienes se lo toman tan en serio que hacen de su existencia un apostolado y de su viejo gusto cruzada vitalicia, de forma que se obligan a cumplir setenta años ensalzando la misma inmundicia; que es en lo que una idea se convierte luego de congelarla indefinidamente. Por más que esas costumbres las haya contraído durante la temprana adolescencia, cuando la admiración degeneraba en culto por estricta exigencia hormonal, creo aún que el idilio con un libro, una canción, una película, o hasta una colección de baratijas, es prueba irrefutable de una vida interior desmesurada. 

Nunca sé si realmente vale tanto la pena el objeto del nuevo fanatismo, pero esa precisión ningún fan se la exige con rigor verdadero. Diría incluso que la gracia del caso está en hacer la apuesta por el caballo flaco, pues evidentemente lo que tanto me gusta parecerá más mío si los otros lo encuentran intolerable. "He ahí una causa", dice para sí mismo el fan en ciernes cuando se sabe a solas con su preferencia y resuelve que es tiempo de extenderla, invadido por una mística oficiosa que cada día tendrá menos que ver con el objeto y enredará al sujeto en un largo romance con su ombligo. 

Un legítimo fan es aquel que se atreve a enamorarse a muerte de una hija de vecino sin más información que un par de coincidencias musicales -o literarias, cinematográficas, religiosas, televisivas, políticas- que para él por supuesto lo son todo en la vida. Por eso, entre otras cosas, hallo más disfrutable ser un fan ilegítimo y traidor que un temible cruzado vitalicio. He sido fan de músicos, cineastas, poetas, novelistas, aunque también de actrices, tenistas y vecinas, así como de personajes de ficción y variedad de objetos inanimados, cual sería el caso del par de calcetines que trato de no usar para que no se gasten. Nada que dure más allá de un par de horas, días o semanas de feliz autocomplacencia irreflexiva. Se es fan también, a veces, para pagarse el lujo de habitar una cierta ficción donde hay menos razones que artículos de fe. 

Cuando un fan le confiesa a un famoso cantante que posee todos sus discos y sigue puntillosamente sus huellas por el mundo, encuentra razonable que el interpelado se mire un poco en deuda con él, igual que el niño enamorado de su maestra supone que aprenderse la lección de memoria es el mero comienzo de una gesta romántica inminente. Pues poca cosa son las cuitas solitarias del fanático si se comparan con sus expectativas, nunca menos extensas que la vida misma. ¿Cómo entender que quien ha recibido nuestra vida en ofrenda prefiera sin embargo continuar a solas con la suya? ¿Cómo se hace para considerar desconocido a quien hemos seguido durante años, aunque no nos conozca, ni se entere de nada, ni le importe? 

Ser fan de alguien o algo es todo lo contrario de haberlo sido. Se experimenta un hondo pudor retrospectivo cuando alguien tiene la crueldad (envidiosa, tal vez) de recordarle todo lo que un día hizo (en vano, para colmo) por alcanzar lo que hoy parece una abstracción. Alguna vez, durante un concierto de no me acuerdo quién, el baterista echó las baquetas al aire, y una de ellas vino a dar a mi mano, aunque no sólo a ella. Diez segundos más tarde, forcejeaba sobre el piso enlodado con el dueño de la otra mano, empeñados los dos en dejar ahí la vida por una baqueta. Cuando miré hacia arriba, una mujer muy guapa me miraba perpleja, no sin un dejo de piedad indulgente. Solté ya la baqueta, me recompuse a medias y esquivé la mirada de la chica, que con toda justicia me consideraría un tremendo pelmazo. ¿Qué diablos habría hecho con el souvenir, de habérselo ganado al otro zopenco? Hasta hoy no tengo idea, ni la tendré, pero sigo encontrando sustitutos para aquella baqueta que muy probablemente ya dejó de existir. 

¿A dónde van las fotos, los carteles, las libretas de autógrafos, los álbumes? Van adentro, se entiende. Están conmigo ahora, como ayer y mañana. Son míos solamente, igual que los orgullos olvidados y la vergüenza que los reemplazó. Son causa y consecuencia, memoria y desapego, infancia traicionada y adolescencia viva, pero ya no me obligo a justificarlos, toda vez que ellos me justifican a mí, pues de ellos estoy hecho, y a la distancia no parecen mucho más insensatos que un puñado de amores mal correspondidos. Sin los cuales, por cierto, no estaríamos aquí.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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