Xavier Velasco
I. Usted disculpe la sed.
Confieso: no he nacido al centro de La Mancha. Me he enseñado a escribir en la ciudad de México, donde nada es posible pero todo es probable. Vengo de una región con prestigio de excéntrica y así me reconozco narrador periférico, pero alego que tal es, para mi oficio, perspectiva privilegiada y preferible. Se narra desde afuera, como lo haría un proscrito, un lisiado, un apestado. Un forastero al fin. Aquél que todo debe comprenderlo, mas no puede aspirar a ser comprendido. Él que vigila y calla porque tiene un plan y éste parte del verbo sobrevivir: primer imperativo de todo narrador.
Narrar es navegar entre fuerzas opuestas: centrífuga y centrípeta. Ésta que nos arrastra Cárpatos abajo, con la sed impetuosa y los colmillos largos, a recobrar los jugos de la vida y hacer del verbo carne de crepúsculo; aquélla que nos lleva volando de regreso al cobijo secreto de la madriguera, desde cuyas alturas la simple realidad tiende a lucir torcida y rocambolesca como las mismas normas que la rigen. Lo cierto es que estas fuerzas no lo dejan a uno quedarse en ningún lado. Ni la isla donde ha soñado exiliarse, ni la ciudad que ciertas noches le sonríe como una semidiosa en yohimbina. Vocación esperpéntica es la del narrador, tanto que sólo alguna discreción transitoria, inherente a las mañas del intruso, explica que no andemos de capa por las calles.
Precaución: zona de narradores, debería estar escrito a la entrada de ciertos bares y cafés. ¿Quién diablos desearía irse de la lengua justo donde pululan estos polizontes cuya discreción es, insisto, apenas transitoria? Peor aún, estratégicamente transitoria. Por fortuna, si bien no en la totalidad de los casos, la profesión no es un estigma que impida al narrador periférico escurrirse hacia el centro. Absorberlo. Reinventarlo. Quienes hemos crecido en la periferia planetaria encontramos rarezas y prodigios en el centro que sus siempre habitantes no imaginan. Uno lo quiere todo, nada más descubrirlo. Nos comemos Madrid, París y Nueva York a tarascadas largas y apremiantes; luego volvemos para ser los mismos, en la esperanza de no conseguirlo. Excepto por la sed, que sigue ahí.