Xavier Velasco
Esto de perpetrar todos los días un texto intempestivo conduce a situaciones circulares, como pasarse el día siguiente dándole vueltas a algo que pudo faltar o sobrar. En el caso de ayer, una sola palabra se quedó en el camino, tal vez porque su mera mención habría redundado en la necesidad de abrir un nuevo frente argumental: McLaren. Preciso, en consecuencia, invadir la segunda persona del singular para mejor entrar en una materia donde es fácil juzgar desde el graderío sin tener que calzarse zapatos de otra talla.
El problema es muy simple: tú eres Fernando Alonso. No son unos zapatos fáciles de llenar, especialmente cuando llega el momento —y esto sucede con fatal frecuencia— de dar la cara por Fernando Alonso. Que hace tiempo eras tú, pero ahora quién sabe. Tanta publicidad, entrevistas, chismes y fruslerías han terminado por hacerte dudar quién ese Fernando que cada día que pasa se parece menos a ti. Especialmente durante el último año, que ha sido francamente muy jodido. Echemos, pues, reversa: llegaste al 2007 como campeón mundial, listo para estrenar coche y escudería. Por supuesto, la gente de McLaren te ofreció condiciones tan evidentemente ventajosas que te creíste aún mejor situado que en los dos años anteriores. Pero luego empezaron los problemas, porque aparentemente la gente de McLaren no terminaba de enterarse del piloto que habían contratado, prueba de ello era el impulso que el equipo le daba —bajo una incomprensible fachada de “igualdad”— al novato que habían preparado para correr el otro auto.
No puede uno andar repitiendo por ahí que es el campeón del mundo sin señalarse como un mamarracho, pero estos de McLaren parecían decididos a convertirte en algo similar. ¿Qué le hacía pensar a Ron Dennis, estratega y cabeza visible del equipo, que a un bicampeón mundial se le puede tratar igual que a un novato aventajado? Es probable que Lewis Hamilton todavía no acabe de entenderlo, pero el hecho de ser novato en cualquier cosa implica la necesidad de enseñarse a comer mierda. Agachar la cabeza. Acatar órdenes. Tragarse el propio orgullo. Callarse y observar. Quien no aprende siquiera un poco de eso se condena a asumir la conducta de un pelmazo arrogante decidido a vivir prendado del espejo. Una tentación fácil cuando se es de la noche a la mañana piloto de F1, y encima de eso se goza el privilegio de ser el niño mimado de la escudería. ¿No le bastaba a Hamilton, y aun le sobraba, con recibir el fogueo invaluable de correr junto al bicampeón del mundo?
Solamente tú sabes la clase de viaje que es tener que abordar cada día en ese monoplaza volador que es el nombre de Fernando Alonso. De modo que rehuías en lo posible la interminable diplomacia de ese circo social que nada tiene que ver con el placer de hacerte con la pista, y sin embargo había que apechugar. Soportar a esa hilera de golfos y fantoches que desde siempre constituyen la corte de un campeón mundial de pilotos, y encima simular que te afectaba poco o nada el menosprecio de tu propio equipo, empeñado antes en mimar al novato que en ayudarte a refrendar el título con el que ingenuamente llegaste a McLaren. ¿Qué clase de gaznápiro tendrías que haber sido para cumplir con esas expectativas sin cuando menos alzar la voz? ¿Esperaban acaso que el competitivo noviazgo de Lewis Hamilton con Sara Ojjeh —la hija del magnate Mansour Ojjeh, accionista mayor de la empresa— te ayudara a ubicarte en un segundo plano?
Piénsalo una vez más: eres Fernando Alonso. Has corrido una temporada completa con un equipo recién multado y descalificado por espiar ilegalmente a Ferrari. Has ayudado a desenmascararlos, mientras eras encasillado en una “rivalidad” tan publicitariamente rentable como funesta para tu quehacer. Te has pasado ya largos meses devorando la mierda de tu equipo, la de los medios y la de todo aquél que ha encontrado oportuno vaciártela en el plato, mientras tu compañero recibía ya trato de campeón mundial. De manera que sólo perdiendo podías vencerlos, y eso tenía que ser preferible a compartir con esa gentuza un premio que jamás supieron merecer y ya consideraban de su propiedad. Con tanta humillación absorbida, la última carrera debe de haberte dado un regusto entre triste y suculento, luego de ver cómo los de McLaren perdían su campeonato junto al tuyo por tramposos, insolentes e imbéciles.
Lo pienso por mi parte: soy Fernando Alonso. Al fin, esos mediocres me han devuelto el hambre.