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A la reja, matador

Por 20 de julio de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Tengo una fijación con las rejas. Cada vez que se me presenta la oportunidad de visitar una cárcel, alguien adentro se relame el paladar y secreta fluidos inmencionables. El solo aire que se respira en cautiverio tiene un tufo de realidad extrema, desde cuyos rincones todo el mundo exterior parece un espejismo prodigioso. Por lo demás, cada viaje a la entraña del ergástulo supone un diplomado en germanías subterráneas. En ninguna otra parte las palabras se ofrecen en ese estado fresco que delata su cuña urgente y recentísima. ¿Quién, sino el presidiario, necesita palabras nuevas cada día, por motivos de estricta supervivencia?

En cuanto a las historias de la cárcel, casi ninguna tiene desperdicio. Cada preso sabe contar la suya con el estilo de un narrador consumado, pues incluso quien habla entre balbuceos lo hace con el poder de convencimiento de quien lleva años, décadas a veces, dándole vueltas al mismo argumento. ¿Qué de extraño tendría que buena parte de esos dramas de la vida real fueran, al cabo de algún tiempo, relatos de purísima ficción? Y una vez instalados en la ficción, ¿queda acaso algo más que el estilo? Y el estilo también tiene que ver con la supervivencia, por eso cada quién saca brillo a su historia de forma que al final infunda respeto, que finalmente es la moneda más cotizada de cualquier prisión.

  —Después de la inocencia, colega —Afrodita sin duda no la conoce, y es verdad que me gusta más por eso. Uno se sabe en manos de una mujer cuando le da por venerar sus defectos.

Nadie como los presos entiende que ese asunto de la inocencia no es sino un accidente relativo. El argumento más claro al respecto en su momento me lo ofreció el Doctor, un interno del Reclusorio Sur condenado a treinta años de prisión por el asesinato de uno de sus compadres. "Puro cuento", me aseguró aquella tarde el Doctor, que a todo esto debía el sobrenombre a su trabajo de distribuidor freelance de roipnoles y fármacos dentro del reclusorio. "Mi compadre", rumió, mascando rabia, "tiene la culpa de que yo esté aquí, quería joderme y me encerró en la cárcel". Lejos de pretender contradecirlo en un tema que él insistía en dominar, me atreví a preguntarle cómo podía su compadre muerto ser el culpable de su desgracia.

"Yo no quería matarlo, por eso le metí la cuchillada del lado derecho, para no herirlo en el corazón. ¿Y qué hizo él? ¡Nada! Se quedó ahí tres horas, echadote en el piso, en lugar de llamarle al médico. Hasta que se murió. Lo hizo para joderme, estoy seguro." Pudieron ser tal vez otras palabras, pero el estilo sí que lo recuerdo. El Doctor se miraba tan seguro de su evidente inocencia como de la sinuosa perversidad de su compadre muerto: exactamente el tipo de convencimiento que se requiere para escribir ficción. No puede uno probar cabalmente que existan o hayan existido sus amigos, pero tiene un altero de pruebas irrebatibles en torno a la existencia de sus personajes; igual que el empeñoso amante imaginario puede probarlo todo menos la realidad.

  —¿Me hablaba, coleguita? —cada vez que Afrodita del Carmen se sonroja y sonríe, hay algo en su expresión que hace sobresalir sus dos colmillos superiores. Y me gusta por eso, también. Temo que si la viera saliendo de un sarcófago echaría el ajo y la estaca por la ventana.

No sabría responderle sin delatar, por la vía traicionera del estilo, ese torcido gusto por sus defectos que me arranca de cuajo la inocencia y a modo de consuelo me sentencia a creer que Afrodita me clava los cuchillos cuidando de no herirme el corazón. Afrodita del Carmen, tus puñales son mis rejas.

  —Colega, por favor. No lastime mi honesto sentido del ridículo.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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