Víctor Gómez Pin
Sugería en el texto que precede que sería contrario a la dignidad de la razón (tal como Kant la concibe) el que ese testigo del persistir de lo humano que constituye mi propia conciencia individual se imponga como máxima de su acción el dejar de persistir. Lo racional, se diría, es que mientras quede un átomo de espíritu, la vida humana sea mantenida.
De tal forma, el rigorismo kantiano viene a dar algún tipo de fundamentación racional a los indigentes discursos sobre el carácter sagrado de la vida con los que reaccionarios de todo cuño cierran el paso a la menor veleidad de dar cobertura legal al recurso de la eutanasia. Y ello aun en los casos punzantes en los que la prolongación de la agonía ajena se acerca peligrosamente a la actitud consistente en apurar una inconfesada satisfacción en la tortura. Pues no olvidemos que el torturador, o el que tolera la tortura, también tiene su corazoncito, y que seguramente se dice a sí mismo que el sufrimiento del otro no es un fin en sí, sino un inevitable trance en pos de un bien.
Pero, como en un texto anterior decía, el anatema contra el que erige en fin su propia muerte no es monopolio de la reacción, sino también de los progresistas, siempre moderados, siempre sensatos, que otorgan generosamente el derecho a morir en situación ya agónica (física o mentalmente). Para la pusilánime racionalidad de estos últimos la tremenda (y por tantos extremos conmovedora) racionalidad de Kant sirve también, y quizás en mayor grado de coartada. Por consiguiente, será en torno al "zorro que volvió a la jaula tras haber quebrado los barrotes" que proseguiré con estas reflexiones sobre el derecho a morir.