Víctor Gómez Pin
Ningún hombre puede realmente llegar a responder a esa suerte de superación de la sexualidad que se atribuye al político, que la habría canalizado exclusivamente hacia el poder. Para ningún hombre la mujer puede dejar de constituir un polo de alteridad constitutiva. Otra cosa es que el hombre se vea conducido a la lúcida asunción de que tal polo de alteridad se ha convertido para él en signo de privación. En tal caso su deber es asumir la carencia y en modo alguno negar el enorme peso de tal quiebra. Ante las desazones provocadas por la quiebra del lazo hombre-mujer, no hay estoicismo que valga. Sólo cabe asumir (¡maldiciendo!) la indigencia que ello supone, y desde luego… intentar superar el asunto.
Pues de ser cierto no ya que un hombre solo no es un hombre, sino también que una de las variables fundamentales en la constitución de una comunidad es la diferencia sexual, resulta que un hombre no confrontado trágicamente a su sexualidad no es realmente un hombre.
Mas ante esta verdad, intuida por todos, un muro de falacias (que tienen por común denominador una suerte de radical nihilismo) se erige. Una de estas falacias pasa por las afirmación de que la sexualidad sólo es digna (y por consiguiente el hombre sólo debe buscarla) cuando el deseo del hombre encuentra reflejo en un deseo simétrico de la mujer.
El aspecto falaz del asunto es corolario de un supuesto más general: la equivalencia salva veritate entre hombre y mujer se concibe en base a una afirmación de simetría; con vistas a no legitimar las tentativas de privilegiar jerárquicamente a uno de los polos se niega la diferencia misma entre ambos. Por lo que al erotismo se refiere, la modalidad de emoción que el hombre experimentaría sería una parte que podría alcanzar redondez o complemento en esa otra parte cualitativamente idéntica que afectaría a la mujer. Mala vía para afirmar la comunidad esencial de hombre y mujer y de radicalísimas implicaciones.