
Víctor Gómez Pin
A lo largo de estas reflexiones, y tratando de los más diversos temas, he enfatizado el enorme peso que tiene en nuestras vidas el hecho de que, desde muy pronto, nuestra relación con las palabras dejó de ser instrumental. Un niño puede empezar asociando un término verbal a una cosa objetiva, interesándose sobre todo por ésta y sirviéndose de las palabras como meras señales de un código. Pero muy rápidamente este interés se dobla de un interés por el signo mismo y por su prodigiosa capacidad de enlazarse a otros signos, provocando en tal enlace inesperadas representaciones, de las que ni siquiera es suficiente decir que enriquecen el espíritu, simplemente porque sería mucho más justo decir que el espíritu es la expresión misma de tal despliegue.
Este origen, esta singular apertura al mundo que literalmente nos humaniza, es decir, nos separa irreversiblemente de la vivencia animal inmediata, esta marca irreversible, se encuentra en el origen de nuestra dicha y de nuestro nuestra desgracia, para las cuales las circunstancias de la economía natural y lo aleatorio de la biología constituyen muy a menudo oportunos pretextos. Cosa ésta bien sabida por psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, confrontados al hecho de que el hombre traduce su bien como su mal en vínculos en los que se haya imbricada la palabra.
Transcribo unas líneas con las que el psiquiatra español Enrique Baca presenta uno de sus libros, titulado Teoría del síntoma mental publicado por la Editorial Triacastela:
"La comprensión de los síntomas mentales exige una rigurosa teoría lingüística, una cuidadosa hermenéutica y una amplia concepción de las narrativas biográficas." Este último aspecto es clave. El profesor Baca enfatiza la diferencia entre los hechos de la enfermedad, aquello que es susceptible de ser cuantificado (es decir objeto de ciencia) y los síntomas de dicha enfermedad, indisociables de la vivencia por el enfermo de tales hechos, y siempre vinculados a una narración.
Tendré ocasión de volver sobre este libro que se inscribe en una de las filiaciones más fértiles de la vida intelectual española, la de los médicos que se han negado a tratar al cuerpo y alma de los humanos como cabría tratar el cuerpo y alma de los animales, y que por tal razón merecen cabalmente el calificativo de "humanistas".