
Víctor Gómez Pin
Hace ya un tiempo me ocupé del episodio electoral español en el que uno de los candidatos se dejó tildar reiteradamente de mentiroso por su adversario sin que se diera la menor reacción, y lo que es peor (dados los resultados de las inmediatas encuestas) sin que la audiencia otorgara la menor importancia a esta pasividad. No pasaba en suma por la cabeza de ningún ciudadano que la dignidad del político en cuestión exigía decir que hasta aquí habíamos llegado, pedir a su oponente explicaciones y, en ausencia de ellas, negarse no ya a continuar debatiendo en conformidad al previsto guión, sino incluso a dirigirle la palabra.
Ello indicaba que entre los atributos que la ciudadanía supone en un político ha dejado de contar aquello que la lengua castellana designa con el término de hombría y aun hombría de bien (la andreia de los griegos que, como ya he tenido ocasión de indicar, es atribuible a hombres y a mujeres). A un político se le exige tan sólo que sea pasablemente buen gestor, y parece variable irrelevante que use su inteligencia para el arte de trabar rapiñas. Obviamente lo importante en este asunto es el grado de nihilismo que se da en el alma de cada ciudadano, su resignación a que la mentira sea el lubrificante del orden social. Quisiera, sin embargo, ocuparme hoy de un aspecto tangencial, relativo al destino de los políticos una vez que han perdido (por lo general sintiendo que con ello su alma se oscurece) sus cargos:
El 10 de junio leía en los periódicos que el ex-presidente Chirac ha inaugurado una fundación que lleva su nombre, dedicada (¿cómo no?) a promover la paz, el ecologismo (lucha contra el cambio climático en primera instancia) el vínculo entre culturas, etc. Una fundación también destinada a edificantes tareas lleva el nombre de Gore. Creo que una análoga es presidida por Carter, y así un largo etcétera. De suponer que, cuando estaban en sus cargos, todos estos mandatarios respondían ya a tan generosos principios, dado el enorme poder relativo que se les atribuía, es para concluir que aquí no hay nada que hacer y que (como Marx indicaba) en cuestiones de estructuración social el bien y el mal no dependen de las voluntades individuales sino de juegos de fuerzas. Pero en fin… uno de los políticos que, abandonado por El poder, ha encontrado refugio en la filantropía espiritual es Tony Blair, que hace unos diez días inauguró en Nueva York la Fundación de la fe. Mañana me ocuparé de este acontecimiento.