Víctor Gómez Pin
En medio de la algarabía mediática que acogió la caída del muro de Berlín, toda voz no ya discordante sino prudente respecto a la significación de los acontecimientos lo tenía verdaderamente difícil, y un reiterado argumento bastaba para acallarla: derribar aquel muro significaba socavar por fin el estalinismo, con su cortejo de deportaciones, fusilamientos y paranoica vigilancia de la población civil en la que había caído el régimen soviético. Nadie se preguntaba por las causa de aquella brutal desviación respecto a los idearios de la Revolución de Octubre. No cabía entonces siquiera aventurar la hipótesis de que la tiniebla era resultado de condiciones exteriores al ideario mismo, que la negativa relación de fuerzas que había hecho imposible la universalización de la revolución se hallaba en la base de la conversión de un proyecto de dignificación de la entera humanidad en efectiva sumisión de una parte de esa humanidad.
Sin embargo, mientras se repetía una y otra vez que el muro derrumbado era el símbolo de la conquista por el mundo de la libertad (¡ni más ni menos que de la libertad!) no faltaron los aguafiestas. Alguno se atrevió a conjeturar que si la caída del bloque soviético era quizás liberadora para una fracción de las poblaciones de los llamados países de Este, estaba por ver si era bueno para los trabajadores, e incluso para una parte de la clase media de los países llamados occidentales. Se estaba sugiriendo simplemente que, abolidos los principios de la Revolución de Octubre e invertida la relación de fuerzas entre los países del llamado socialismo real y los países capitalistas… las bases del proyecto social demócrata no tardarían en ser laminadas. Pues bien:
No fue necesaria la actual crisis para cerciorarse de lo acertado de aquel temor. Tras un tiempo de forzada transición (debida entre otras cosas a la necesidad de cerrar el ciclo histórico, unificando Alemania bajo el mirífico paraguas de la construcción de Europa) lo real, la verdad del régimen social llamado de libre mercado, ha emergido en toda su crudeza, despertándonos de la ensoñación. Una máquina que nadie controla, surgida sin duda del ser humano, pero indiferente a la causa del hombre, y hasta enemiga de la
misma, se ha impuesto. Esta máquina genera situaciones sociales que hace un cuarto de siglo nadie podía prever que se darían en nuestro horizonte; genera la pauperización de un enorme sector de la población y con ello toda una secuencia de corolarios, inevitables en ausencia de resistencia, dificilísima resistencia que pasaría en primer lugar por asumir la tremenda contradicción en la que nuestra existencia social hoy se desenvuelve.
Y así en esta Europa que se presentaba como un ámbito de reconocimiento mutuo de las culturas y las lenguas que forjan los pueblos, se desata desde hace años una tormenta casi sin precedentes de desprecio y resentimientos. Desprecio y resentimiento gestionados por políticos que ni siquiera cabe calificar de oportunistas, por tratarse de meros comparsas de ese invisible Señor que recibe el nombre de mercado. Y así, mientras se iban fraguando para designar a países enteros acrónimos tan trivializados como intolerables, en el seno de esos mismos países se desencadenaba una tremenda lucha, no por reivindicar la dignidad colectiva, sino por intentar escapar aisladamente al vocablo despectivo de turno, considerado justo tratándose del vecino del Sur más o menos inmediato, pero obviamente injusto cuando se lo aplican a uno mismo.
Y como el resentimiento se nutre tanto de triunfo como de fracasos, el despreciado encuentra argumentos ad hoc para descalificar al otro, sea por lo pretendidamente provinciano de su cultura o su lengua, sea por lo intrínsecamente mezquino de su
fenotipo social. Los eslóganes forjados hace precisamente veinte años `por el sórdido Bossi se generalizan. Su "SPQR…sono porchi questi romani", con el que desencadenaba las carcajadas del auditorio "liguista" ( cargado de sentimiento cívico falso pero odio auténtico ) se convierte en la expresión local del acrónimo de los pigs, a la par que la vaca padana es clonada por doquier en esa vaca que cada uno aspira en su triste ombliguismo a defender.
Y en lugar de resistencia contra el mal, se produce un desgarro en el seno de la ciudadanía, concretamente en España ( de momento en el orden de los símbolos) dónde nos despellejamos por las patrias o por lo aleatorio de un resultado deportivo, perpetuándose así la explotación, la genuflexión y el miedo. Todos contra todos y el capital a la vez omnipresente y agónico aspirando la poca sangre de esos pueblos confrontados. Y mientras los forzados por doce horas de trabajo ven como enemigo al que está obligado a aceptar aun dos horas suplementarias de esclavitud, el hablante de una lengua ve como enemigo al hablante de otra, sometiendo así a una suerte de selección (que nada tiene de natural) aquello que en su diversidad es epifanía de la matriz que hace a la humanidad.
En la Europa de los años en los que la actual calamidad social, la conversión en pesadilla de la ensoñación social-demócrata, aun no se daba, sólo los comunistas veían que tal sería el destino de nuestras sociedades si el ideario de la revolución de octubre fracasaba. Sólo los comunistas tenían claro que, en la sociedad sometida a la lógica del capital, el criterio del provecho es inevitablemente la medida de todas las cosas, siendo entonces imposible que pueda cumplirse el destino de la humanidad, a saber la lucha por la realización en cada uno de las potencialidades que nos corresponden como individuos de una singularísima especie, esa asunción del problema global de la existencia evocado por Marx al final de sus Manuscritos del 44.
Por atenerse a nuestra historia, sólo los comunistas encontraban en la España del túnel franquista, (como siguen encontrando ahora) insoportable que la energía que habría que concentrar en la etapa previa (la liberación de las cadenas sociales) a la confrontación que nos hace hombres, fuera canalizada hacia querellas de cuyo desenlace positivo nada realmente cabe esperar, aunque el desenlace negativo sea causa de frustración sin medida. Y desde luego sólo los comunistas denunciaban con radicalidad las tentativas de jerarquizar las diferencias de cultura y procedencia, unificando en las zonas fabriles la defensa de los inmigrantes de la España rural y la defensa de la cultura y la eventual lengua autóctona.
Mas si en la confrontación actual de todos contra todos, favorable tan sólo a los intereses de una maquinaria desalmada, alguien osa denunciar en nombre de los principios de una u otra manera reivindicados por los comunistas, se le objetará de inmediato que el estalinismo del pasado le priva de toda legitimidad respecto a la denuncia del presente y se le comparará al fascista o al franquista, haciendo insoportable amalgama entre lo que supone una tragedia de la humanidad ( el fracaso del noble ideario que movía a la Revolución de Octubre) y lo que constituye desde su misma raíz un proyecto de doblegamiento de esa misma humanidad.
Cuando en mayo de 1949 el ejército revolucionario chino se ampara de Shangai, considerada el templo financiero del país, se encuentra en la ciudad Robert Guillain, periodista francés desaparecido en 1998 y que cubría los acontecimientos para el diario Le Monde. Robert Guillain transcribe en su crónica la reacción de un anciano francés a quien los comunistas aterraban, y que contempla emboscado como toman rápidamente el control. El francés empieza a llamar marcianos a los recién llegados , y ello en razón de que, tratándose de soldados ocupantes, resulta que "no hacen pillajes, no violan y no roban". Y tanto más marcianos se le antojan a aquel hombre, cuanto que por lo paupérrimo de su aspecto y lo frágil de su equipamiento militar, todo hacía pensar en descontroladas bandas: "Uniformes desteñidos, color zumo de hierba, viejas ametralladoras: es un ejército de guerrilleros que surge desde los campos de arroz para ocupar la ciudadela del capitalismo". Guerrilleros, sin embargo (reflexiona) "que respetan a las muchachas y duermen en las calles. Si cogen el tranvía pagan los billetes." Guillain señala otro aspecto sorprendente: a medida que la ciudad está ya controlada, estos marcianos no solamente están en el ejército, sino también en la administración. Civiles en uniforme, anónimos e inclasificables se deslizan sin destruir nada por los despachos e imponen muy pronto una disciplina de insólitas virtudes: austeridad e incorruptibilidad".
Robert Guillain no es un comunista y posiblemente se halla tan sorprendido como su anciano compatriota por el comportamiento de aquellos "marcianos". Comportamiento que se iría convirtiendo en rareza, cuando el ideario iba perdiendo fuerza, hasta desaparecer totalmente cuando, en China como en Rusia, la caída de confianza en la efectiva realización del ideario por el progresivo sentimiento de que se iba perdiendo la batalla, se traduce en la renuncia a su universalización, la trampa de la competencia pacifica con el otro sistema (para el que competir constituye la esencia), y la consecuente paranoia estalinista, es decir, la canalización hacia el control interior de la energía que habría que destinar a combatir al enemigo…
Y sin embargo, es corolario de la idea misma de comunismo ese comportamiento ejemplar de los soldados rojos en Shangai. Corolario de la apuesta por la realización de la humanidad, es decir – de entrada- apuesta por la abolición de las circunstancias sociales que mutilan las potencialidades humanas. Apuesta sustentada en la convicción de que la indigencia material y la ruindad moral tantas veces a ella asociada, no agotan el ser de los individuos humanos y que, en un registro más o menos inconsciente, cada uno está esperando que se le ofrezca la posibilidad de mostrar que así es.