Víctor Gómez Pin
Hay lugares que parecen haber sido erigidos respondiendo a una necesidad de que el alma humana encuentre espejo para sus fantasmas más profundos. Lugares como esta bahía que vengo evocando de Zolotoy Rog en Vladivostok, capital de ese territorio abierto al mar (traducción casi literal de Primrorsky Krai), dónde entre la niebla todo parece estabilizado y hasta los más grandes cargueros se deslizan sigilosamente, pareciendo no querer romper esta apariencia de instantánea brumosa. Y en el otro mar extremo de esta misma Rusia, en San Peterburgo, las "naberezhnaie", malecones a lo largo de los múltiples brazos del Nieva en los que el protagonista de "Noches Blancas" va saludando a sombras de desconocidos que le ignoran; o lugares como esa Venecia que debió sellar la mirada infantil del compositor Luigi Nono desde su ventana abierta a los Zatteri, entonces aun no infectados por el paso de esas embarcaciones sin otra función que la de entretener la vacuidad de los que se creen privilegiados, los denominados yachts, o esos cruceros en los que alimentan su desplazan las almas de los aparcados de la vida por la jubilación obligatoria. Estos lugares nos conmueven particularmente porque, tras cada elemento de su construcción, percibimos el esfuerzo titánico que han realizado los hombres para superarse a sí mismos; superación paradójica, pues se trata de vencer las inercias que les impiden precisamente desplegar su humanidad y reconocerse en ella.
En esta bahía de Vladivostok el silencio sólo es interrumpido por el altavoz de la estación vecina del ferrocarril transiberiano y por la sirena- al zarpar o entrar- de las embarcaciones que han dado siempre sentido a la vida de un puerto: barcos de la armada o pesqueros, barcos de línea que conducen a poblaciones de la costa e islas del entorno, y cargueros…esos inmensos cargueros que aun cabe ver desde la orilla de Pasajes, frente a Rentería y las montañas nobles de chatarra dispuestas para el embarque. La imagen de Vladivostok o de Pasajes, contrasta con la de tantos embarcaderos de recreo en que han sido reconvertidos antiguos muelles con alma.
Como persona vinculada a Barcelona no puedo dejar de evocar ese puerto en torno al llamado Maremagnum en Barcelona, ahora dotado de un edificio insignia erigido sobre el agua, un hotel de lujo pomposamente de nominado "La Vela". Desalmado símbolo de un mar abstracto, y hasta corrompido en su esencia, arrancado a lo que el mar siempre ha significado para el hombre. Un mar cuyas riveras barcelonesas son reducidas a aparcadero (tan inmoral como estéticamente deleznable) para aparatosas embarcaciones, llamadas de lujo simplemente por su impúdico valor de coste. Embarcaciones- refugio para seres que intentan compensar la ausencia de sentido de sus vidas con el sentimiento jerárquico de pertenencia a una categoría social de ociosos.
Nadie se equivoca en esto. Todo el mundo sabe y siente, en un registro más o menos profundo, que la dignidad del hombre que se enfrenta al mar y que extrae de el su sustento, nada tiene que ver con la indigencia del que lo convierte en escenario ridículamente teatral para las ficciones de su espíritu ocioso. Pase aun cuando el segundo se muestra en su impudicia sin interferir con el trabajo del primero. Mas ¡qué escándalo¡ (indisociablemente ético y estético repito), cuando emerge sobre la ruina del primero, ruina que ha contribuido a forjar.
Esa "Vela" barcelonesa, esa parodia de barco, merecedora de la mayor desventura, es efectivamente todo un símbolo, a la par que todo un síntoma: símbolo de la sustitución de lo real de los problemas de los hombres por parodias de ficciones; síntoma de que ciertas sociedades, marcadas a la vez por los valores del capital y por la estulticia, están
decididamente enfermas
Las embarcaciones de recreo, son apenas utilizadas el fin de semana, pero, al ser triste símbolo de un pretendido status social, su número crece exponencialmente, exigiendo el uso exhaustivo de los muelles, moldeando la imagen del puerto como espacio para ociosos y arrinconando la treintena de embarcaciones que, saliendo cada día a faenar, configuran un ámbito laborioso, elemental, entrañable, y desde luego arcaico… pues incompatible con la reducción de toda expresión del esfuerzo humano a su valor de cambio, y de la propia vida humana a mercancía.