Víctor Gómez Pin
Mi amigo Felix de Azúa me envía un nuevo mensaje relativo a las cuestiones tratadas semanas atrás sobre la impotencia en la que nos encontramos ante las acciones del capital financiero. Me señala la imposibilidad de saber si las agencias de control o los grandes financieros son o no cómplices de lo que el denomina "crimen global", que tendría sedes en lugares muy concretos como Rusia, Pakistán o el Kosovo del contrabando de órganos.
En cualquier caso, Azúa niega que el actual estado de cosas sea expresión del devenir irracional del capitalismo al que se refería la teoría marxista. Sostiene que el capitalismo más que una contingencia, constituiría casi la expresión económico-social de nuestro código genético; algo inherente a nuestra naturaleza, y que sería erróneo limitar a su correlación con la Revolución Industrial: "Se le inventa en el siglo XIX como contraposición al socialismo y ante el terror que produce la revolución industrial, pero así como el término "socialismo" carece de significado, es un ‘flatus vocis’, el término "capitalismo" es simplemente lo de siempre, lo que conocemos desde la prehistoria, el modo de relacionarse de los humanos, tan biológico como el lenguaje. Sus etapas son variable como la feudal (¡ay, tan añorada por los campesinos pobres de Africa!) o la diversamente criminalizada en los EEUU de 1930, la Francia de Vichy, la China de Mao o la Yugoslavia de Tito".
La verdad es que esta idea del capitalismo como intrínseco a la relación humana, consubstancial a nuestro ser, como lo es el lenguaje, es algo que de alguna manera siempre ha estado en mí, pero bajo forma de temor. Temor que acentúan los fracasos sucesivos para erradicarlo. En los años en los que compartíamos tertulia de café en Paris, ante algún gesto tristemente expresivo de analidad y racanería en alguno de los miembros de nuestro grupo ( que él denominaba ‘tribu’), Agustín García Calvo reflejaba esta visión nihilista en su manera de suspirar iterando la frase "dinero… ¡que es mi alma!"
Y si tras el alma el dinero, no olvidemos que tras el dinero el tiempo, su correlato dialéctico. Dinero y termodinámica parecen ser efectivamente en ocasiones los auténticos engrasadores de nuestro periplo vital, de tal manera que el pavor a los olores fétidos emergiendo de nuestro propio organismo, nos lleva a ser "becerristas", expresión con la que Basilio Baltasar designaba un día a los seguidores del hermano de Moisés, Ahrom, más encandilados con el fulgor del oro que temerosos de las tablas de la ley.
Y sin embargo tanto en las consideraciones de Felix de Azúa como en mis propias reflexiones nihilistas cuando estoy en una onda que responde a las mismas, hay quizás un error. Pues el capital se resiste a ser reducido a corolario del terror al tiempo y la consiguiente codicia. No es meramente una expresión sofisticada de la pulsión a la propiedad privada. En ocasiones parece incluso utilizar esta pulsión como simple peldaño y hasta repudiarla. No estoy seguro de que las formas brutales del reciente capitalismo chino tengan causa en las ambiciones míseras de la población o en las delirantes de los dirigentes. Sea como sea los chinos se ven ya, y se verán con mayor racicalidad confrontados a la brutal transformación antropológica que la sociedad propiamente capitalista conlleva.
El paleontólogo Jordi Agustí sugiere, en un texto aun inédito, que entre digamos el hombre de Herto y la Revolución industrial no ha pasado casi nada, comparado al desarraigo que esta última supuso. Seguíamos en un sistema cuya base era la agricultura, la ganadería y los recursos energéticos elementales. No creo que Felix de Azúa esté en desacuerdo con ello, pero quizás deje de lado que esta revolución hubiera sido imposible sin esta transformación del dinero en abstracción a la cual todo acaba subordinándose. El problema es que tal abstracción supone también desarraigo, que se acentúa con otro aspecto que también señala Jordi Agusti: desde la producción del fuego por homo sapiens (los homínidos anteriores como máximo eran capaces de controlarlo) hablar en torno al mismo ha permanecido como un universal antropológico…hasta la revolución doméstica que supuso la calefacción central, es decir, hasta ayer mismo. Asunto en modo alguno baladí y que nos retrotrae al tremendo problema del corte en la sucesión de generaciones que caracteriza nuestro modo de existencia, y que seguiré evocando en la próxima columna.
La palabra sin fuego, supone una ruptura radical con todas las formas anteriores de organización, a través de las cuales permanecerían rasgos invariantes que darían prueba de la esencial singularidad del ser humano. Si a ello se añade la inserción en un sistema productivo en el que el trabajador pierde no ya el control sobre el fruto de su trabajo sino-con el taylorismo generalizado- la percepción de que se trata de un fruto concreto, se entiende que un campesino del mezzogiorno italiano transportado hace 60 años al universo de esa Fiat símbolo del Piamonte fábril, pudiera sentirse más desarraigado que si lo hubieran transportado a un pueblo de Anatolia. El abismo no ha hecho más que acentuarse. Sabemos hoy que el hombre de Neandertal enterraba a sus muertos Pues bien: el paisano evocado por Saramago, que se quitaba respetuosamente el sombrero ante el paso de la muerte se sentiría quizás más próximo el ritual funerario del neandertal que al gélido trato con los difuntos en esos espacios sin alma denominados tanatorios.